cohibidos y 
temblando, por lo que ven y lo que temen; las mujeres, cerca del 
marido; las madres, apretando a los hijos junto a los senos escuálidos y 
tratando de ocultar a los más grandes bajo sus andrajos... Y un 
militarote, que arrastra su sable con arrogancia, procede al reparto entre 
conocidos y recomendados, separando violentamente a la mujer del 
marido, al hermano de la hermana, y lo que es más monstruoso, más 
inhumano, más salvaje, al hijo de la madre. Todo en nombre de la 
civilización. Porque aquella turba miserable es el botín de la última 
batida en la frontera... 
Detrás de los cristales de la puerta del comedor, apareció una sombra: 
la señora Casilda escudriñaba en la obscuridad; pero estaba la chica tan 
arrebujada, tan perfectamente escondida dentro de su refajo y 
enroscada, por así decirlo, sobre el umbral, que era difícil distinguirla. 
La señora repiqueteó con los dedos sobre el cristal y Pampa dió un 
salto, despertada bruscamente por este llamamiento, que ella conocía 
bien. 
--¡Voy, niño, voy!--barbotó medio dormida. 
Ambos puños en los ojos, entró sin darse mayor prisa. ¡Vamos! no la 
dejarían tranquila nunca. 
En el comedor, don Pablo Aquiles ocupaba todavía el sillón y misia 
Casilda había vuelto a sentarse en el sofá, sus manos de cera extendidas
sobre la falda negra; se esperaba al niño, a Quilito, que había subido a 
su cuarto y nunca acababa de bajar a comer. La cocinera asomó dos o 
tres veces su cara encendida. 
--Espere usted que el niño baje--decía la señora con su voz de flauta. 
Entretanto, don Pablo Aquiles volvía al tema que tanto le preocupaba: 
su inasistencia al Tedéum. ¿Cómo presentarse a la luz del día con un 
frac descolorido, deshilachado y remendado? ¿y la galera color de 
cucaracha, con golpes de grasa atornasolados? ¿y el pantalón, con 
rodilleras y flequillo? ¿y las botas, con puertas y ventanas, para 
comodidad de los dedos y recreo del calcetín? ¡Siquiera fuese 
permitido ir a tales solemnidades en traje de paisano, con chaqué o 
chaqueta, pantalón a cuadros y sombrero hongo! Pero su traje de 
ceremonia estaba verdaderamente indecente, más gastado por el tiempo 
y la polilla, que de haberle llevado a cuestas; la chistera no sufría ya la 
plancha, porque había perdido el pelo y las botas estaban en manos del 
remendón de la esquina, por más que decía Quilito, y era peritísimo en 
la materia, que el becerro no sienta al frac y el charol, de no ser nuevo, 
no sirve para maldita la cosa. Y vaya un modesto empleado de ochenta 
pesos al mes, que tiene que sostener una familia, y dar carrera al hijo 
único, que, por tratarse con lo más granadito de la sociedad, está 
obligado a presentarse con decencia; vaya, digo, un empleadillo de 
éstos, a mandarse hacer un frac cada dos carnavales y a gastarse la 
asignación mensual para cigarrillos del niño en botas de charol, con que 
poder ir a cortejos oficiales. En el Ministerio, habíale recomendado el 
jefe que no faltara. 
--Vargas, que no deje usted de venir. Vargas, que ya sabe usted que a S. 
E. le complace que vengan todos los empleados. 
Prometió ir, pero no fué. No fué, porque no pudo; porque los ochenta 
pesos de su sueldo no le alcanzaban para comer, pagar la casa... y las 
cuentas de Quilito, la esperanza y el orgullo de la familia. ¿Qué le diría 
el jefe al día siguiente? Iba a entrar en la oficina sin hacer ruido, 
tratando de no llamar la atención, y sin chistar se sentaría en su 
despacho y trabajaría hasta las seis, sin levantar cabeza. Y si a la hora 
del te, en que pasan los negros con las bandejas repletas de tazas, venía
el jefe, como de costumbre, a liar un cigarro y echar un párrafo, le daría 
cualquier excusa, porque él era hombre tan estricto en el cumplimiento 
de sus deberes, que consideraba falta grave haberle dicho que iría y no 
haber ido. Volviéndose a su hermana, más atenta a sus manos que a su 
discurso, exclamó: 
--¿Quién diría que un Vargas, Casilda...? 
No concluyó la frase, pero sobrada elocuencia tenía el movimiento 
melancólico de su cabeza. Cuando se ha tenido y ya no se tiene, el pan 
negro se hace más amargo y el blanco más deseado, y los Vargas lo 
habían comido sobre manteles de holanda... 
--Ese Quilito que no baja--dijo impaciente la tía. 
--Estará acicalándose para la función de gala--contestó don Pablo 
Aquiles,--ya que no ha podido ir su padre al Tedéum, que luzca el niño 
su frac nuevo en Colón. 
El día anterior lo había pagado, juntando algunos picos sobrantes de 
meses atrasados, retardando la cuenta del almacén y del carnicero y 
pellizcando en la caja del Ministerio, gracias a la complacencia del 
habilitado y correspondiente recibo por    
    
		
	
	
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