la frente por el 
cosmético. 
--¿Qué hay? ¿qué escándalo es éste? La cocinera se mostró en la puerta 
de su santuario, limpiando sus manazas en el sucio delantal. 
--¡Pues el niño, señora!--dijo en su jerga endiablada. 
Ya la india bajaba la escalera, con un cubo en la mano. Naturalmente, 
¿quién había de ser sino ella? Siempre que el niño llama, ha de 
incomodársele. En concluyendo de servirle, a poner la mesa, que ya es 
tarde, y la salida queda para otro día. 
Está bien; ¡ya no saldría Pampa! Entró en el comedor, sin chistar, y 
puso la mesa con el orden y simetría de siempre: en la cabecera, el 
cubierto de don Pablo Aquiles; en el lado de la derecha, el de misia 
Casilda, y a la izquierda, el del niño; luego, los vasos, el pan, la 
servilleta... nada olvidaba, y si, por acaso, cometía una torpeza, allí 
estaba la muñeca de porcelana, vigilante en el sofá. Entretanto, había 
obscurecido ya; se encendió luz, y el comedor apareció tan pobre, tan 
frío y desmantelado, que más hubiera valido no encenderla: la calva de 
don Pablo Aquiles, sentado delante de la apagada chimenea, 
resplandeció como bruñida patena, y las frutas, aves y peces de los 
cromos que adornaban las paredes, se animaron con la crudeza de sus 
colorines. Daba la chica la última mano a su tarea, cuando sonó, de 
nuevo, la voz atiplada en las alturas. 
--¡Voy, niño, voy!--repitió maquinalmente Pampa. 
Y escabullóse del comedor y subió a saltos la escalera del patinillo y
volvió a bajar y a subir con los zapatos del niño y la ropa del niño y la 
camisa del niño... El cielo estaba obscuro y a intervalos los cohetes 
estallaban con alegre estampido, trazando en el espacio un reguero de 
fuego y deshaciéndose en fantástica lluvia de colores. 
Pampa salió a la puerta de la calle y se sentó en el umbral. ¿La dejarían 
tranquila, ahora? El niño acababa de vestirse, los señores charlaban en 
el comedor; la mesa estaba puesta; ya que no la plaza, ni las niñas de 
banda azul, ni las señoras de la rifa, ni tanto detalle curioso del 
animadísimo cuadro que ofrece aquel día de las fiestas patrias, vería los 
cohetes desde la puerta; y era mucho, si la dejaban. La casa era de estas 
bajas, trazada según el patrón antiguo, que la piqueta del progreso va 
ahuyentando del centro de la ciudad: una puerta y dos ventanas a la 
calle; el zaguán recto hasta el fondo, cortado por dos patios 
embaldosados y el comedor abriendo sus puertas sobre ambos; y a la 
derecha, cuatro o seis habitaciones en fila; plantas y aljibe en el primer 
patio, la escalerilla de las piezas altas en el segundo, cuyo maderamen 
pintado de verde se ve desde la calle. Las pinturas murales del zaguán; 
los figurones de las cornisas; el caprichoso enrejado de las ventanas; el 
alegre color del frente, ya azul, ya verde, ya rosa, en su nota más tenue 
y apagada, da un aire coquetón al conjunto, que se convierte en 
interesante y misterioso, si el transeunte es impresionable y ve, detrás 
del visillo alzado de la sala, dos ojos criollos, que ven sin mirar y 
hablan sin voz. Desgraciadamente, en esta casita de la calle de Moreno, 
en cuyo umbral se había sentado Pampa, no se veía tras los visillos más 
que la figura acartonada de misia Casilda, en las tardes de los días 
festivos... La calle, con ser central y la hora temprana, estaba desierta; 
el frío era crudísimo. Miraba al cielo la pequeña india, como en éxtasis; 
los cohetes subían tan alto, que parecía iban a agujerear la negra bóveda. 
El chico del almacén salió para un recado, y al pasar echó la zarpa a los 
pelos ásperos de la muchacha, verdadera diadema de cerda, y la 
obsequió con un tirón, a guisa de saludo. 
--¡Malo!--dijo ella. 
--¡India!--dijo él. 
Y se alejó, sacando la lengua. Al rato volvió.
--¡India, Pampa, china fea!--dijo adelantando la zarpa de nuevo. 
Ella le pidió castañas; él la dió un puntapié. Y se marchó, soplándose 
los dedos: tanto frío hacía. La muchacha acabó por sentirlo: abrigóse 
como pudo, pegada a la pared, y cerró los ojos, para contemplar mejor 
las cosas lindas de la plaza: tanta bandera, tanta gente endomingada, los 
globos, la música y los cohetes... La fatiga del trabajo diario la venció y 
quedó dormida, en el umbral, dando al olvido el servicio de la mesa. Y 
como siempre que soñaba, veía a su madre, perdida, como sus 
hermanos, en la gran ciudad, la odiosa escena de la Boca se reprodujo 
con fidelidad pasmosa: el buque atracado al muelle; el muelle atestado 
de curiosos; sobre la cubierta el montón de indios sucios, desgreñados, 
hediondos, como piara de cerdos que se lleva al mercado,    
    
		
	
	
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