adelantado de sueldos. Porque 
Quilito, un Vargas, no podía andar vestido de cualquier manera, sino 
como correspondía a su origen, y a sus relaciones y a su porvenir. Que 
en la chimenea faltara leña y carne en el puchero; pero la camisa de 
Quilito, el sombrero de Quilito, las botas de Quilito y el traje de Quilito, 
habían de ser de la más irreprochable elegancia y novedad. Y no se 
sufragaban sus gastos de coche y palco, porque lo proporcionaban sus 
amigos, hijos de millonarios todos, y por ende, riquísimos. ¡Válgame 
Dios! pensar que Quilito fuera a apolillarse en una oficina, se 
embruteciera en una estancia o se degradara en el comercio... ¡Un 
Vargas! El niño estudiaba leyes y sería abogado, y estamparía su título 
sobre plancha de bronce, en la puerta de calle, como muestra de 
sacamuelas. Y esto tenía que ser el punto de partida de sus brillantes 
destinos. Lo que no sabía el padre, ni lo sabía la tía, que le mimaba 
como no lo hubiera hecho su propia madre, es que el niño no parecía 
por la Facultad y seguía estudios menos académicos en aulas más
favorecidas. 
Siempre que don Pablo Aquiles volvía de la oficina, éste era el tema 
favorito de conversación con su hermana; sentado al lado de la lumbre, 
cuando había leña, y mirando melancólicamente los pajarracos de la 
pantalla de chimenea, cuando ésta estaba apagada. Pero en esta noche 
del 25 de Mayo, no era sólo su falta en el cortejo lo que le preocupaba: 
había tenido un encuentro aquel día, ¡y qué encuentro! en la calle 
Florida, en el sitio más frecuentado, cuando iba él más distraído; 
¡cataplúm! la gente esa, la familia de Esteven, frente a frente, a pie, en 
la misma acera; la mamá y las dos niñas, tan esponjadas y orgullosas, 
que rebosaban de la acera. Aquí misia Casilda dejó de mirar sus manos, 
y se puso pálida, muy pálida. 
--Y ¿qué hiciste?--preguntó ansiosa;--cruzarías la calle, sin mirarlas. 
--Me quedé plantado--contestó don Pablo Aquiles. 
La señora protestó. Siempre había de ser el mismo. Haberse hecho el 
indiferente, y seguir su camino, como si tal cosa, canturriando algo para 
darse aplomo; que, al fin y al cabo, quien debiera perderlo era ella, 
Gregoria, como mujer y casi cómplice del picaronazo de su marido. 
Pues ¡qué! no era la primera vez que ella se las había encontrado, no en 
la calle, frente a frente, sino en tiendas, lado a lado, viendo telas y 
regateando con el dependiente, como si no tuvieran lo poco suyo y lo 
mucho de los otros, total, una gran fortuna; y sin embargo, ella... tan 
tranquila. No tenía por qué ponerse colorada y a soberbia nadie le 
ganaba. Con esto, estaba misia Casilda tan agitada, que su cara de 
muñeca se había encendido, hasta el punto de hacer dudar de su aserto. 
--Pero, Casilda--dijo don Pablo Aquiles,--es nuestra hermana, 
¿podremos negarlo? 
--Sí, lo niego; el parentesco no lo hace la sangre, sino el cariño, ¿qué 
quieres? yo soy así. 
¿No era cosa que clamaba al cielo que, mientras ellos comían los 
mendrugos de la miseria, él, atado al potro de una oficina, esclavo de
un sueldo miserable y expuesto el día menos pensado a un puntapié del 
ministro; ella, lidiando con el trajín de la casa, sin más criados que 
aquella indiecita y la italiana, remendando ropa, punteando medias y 
hasta fregando cacerolas, si era menester; Quilito, ese pobre muchacho, 
obligado, muchas veces, a hacer mal papel entre sus amigos, él, que 
nació entre encajes; los Esteven, ladrones de su fortuna, se regalen y se 
den la gran vida con lo que no es de ellos, con lo que han robado, sí, 
señor, robado? Daba a esta palabra tal acentuación, que parecía un 
latigazo. ¡Y luego, pretender perdón y olvido! Bastante se había hecho 
con evitar el escándalo, no acudiendo a los tribunales, contentándose 
con romper toda relación. En cuanto a Gregoria (no quería llamarla 
Goyita, como antes, porque no lo merecía), había demostrado tener 
menos corazón y menos entrañas que el bribón de don Bernardino; 
porque éste no tenía en sus venas sangre de los Vargas, y por eso la 
chupaba sin remordimiento, pero ella era Vargas por los cuatro 
costados, y sin embargo, le ayudaba a chuparla. ¿Había nunca 
pronunciado una palabra de reconciliación? ¿No se había mantenido 
encastillada en su orgullo, fulminando con su insolente desprecio a sus 
hermanos despojados? 
Don Pablo Aquiles callaba, convencido de la verdad y justicia de 
aquellas lamentaciones. Y misia Casilda, tan bondadosa y tranquila 
siempre, una malva, según la expresión de sus amigos, honroso 
calificativo de que rara vez es merecedora una solterona, no podía 
estarse quieta, porque aquel tema de los Esteven la sacaba de sus 
casillas; movía los vasos, cambiaba los platos, con movimientos 
nerviosos, sin fijarse    
    
		
	
	
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