ellos en gravedad y ellas en
sonrojo--y vino el alegre que permitió a un aficionado, mientras las dos
parejas valsaban, lanzar su nota quejumbrosa:
Las estrellas en el cielo forman corona imperial. Mi corazón por el tuyo
y el tuyo ¡no sé por cuál!
Y concluyeron su danza con el cielo--pasadas las peripecias de la
cadena--en que los bailarines coronaron su esfuerzo, haciendo
castañetear los dedos al compás de la música y con gran habilidad,
mientras las guitarras gemían con un vals lleno de sentimiento y
armonía de esos que, según la expresión consagrada, levantan de los
pelos.
Y tras el pericón vino un triunfo, donde se floreó aquel que fue héroe
en el gato y que endilgó estas indirectas a su moza:
Dicen que las heladas Secan los yuyos, ¡Ansí me voy secando De
amores tuyos!
¡Este es el triunfo, madre Dueña del alma; Más quiero dulce muerte
Que vida amarga!
***
¡Ni aunque todos se opongan Los doloridos, No hay dolor que se iguale
Al dolor mío!
¡Este es el triunfo, madre, Dame la muerte, Dámela despacito, No me
atormente!
Y así siguió toda la noche la jarana, mientras la caña circulaba y los
corazones anhelosos se buscaban, tratando de fundir en una sola todas
sus aspiraciones.
Con los primeros rayos de la aurora se pensó recién en poner punto
final a la fiesta, y los guitarreros echaron el resto en una hueya[29] de
aquellas donde se oyen quejidos y risas, donde se ven lágrimas y
alegrías, verdadero reflejo del carácter de nuestro gaucho.
Las guitarras comenzaron a vibrar, mientras uno de los cantores gemía
con voz gutural:
¡Por una ausencia larga Mandé sangrarme, Hay ausencias que cuestan
Gotas de sangre!
***
¡A la hueva, hueya, Hueya sin cesar, Abrasé la tierra Vuelvasé a cerrar!
Y tras la hueya, la concurrencia comenzaba a despedirse y a dirigirse al
palenque--unos en busca de sus pilchas para dormir por ahí, en
cualquier parte, otros para tomar sus caballos y buscar su rancho, solos
o acompañando a alguna de las damas que, llevando en ancas a su
mamá, volvía al suyo,--cuando de repente un tropel de caballos
despertó los ecos del campo dormido, y coreado por ruidos de latas,
pasos precipitados, ladridos de perros y ayes acongojados de las
mujeres asustadas, resonó estentórea una voz vinosa que, dominando
aquel desconcierto, nos dejó como clavados en el puesto que cada uno
ocupaba.
--¡Alto a la polecía!... ¡No se mueva naides!
Vino el dueño de casa y se acercó al que gritaba, que no era otro que el
sargento de policía que andaba de recorrida:
--¿Qué busca, mi sargento, por estos pagos? ¿En qué le podemos
servir?
--¡En nada, amigo!... ¡A ver, caballeros, formensén en ese limpio[30]:
vamos a revisar las papeletas[31]!
Cinco de los presentes carecíamos de semejante documento y algunos
de ellos, como yo y el que después fue el cabo Minuto, que murió en
los Corrales[32] en 1880, ni habíamos oído hablar jamás de tal
requisito que debieran llenar los ciudadanos.
¿Quién se iba a ocupar en enseñarnos las leyes?
¿Con qué objeto?
¡Ya se encargará el castigo de probarnos que no era bueno desobedecer
los mandatos del Gobierno!
Excuso decir que hasta sin despedirnos del dueño de casa abandonamos
el viejo rancho bamboleante, rodeados por la partida y montados de dos
en dos en mancarrones inservibles a cuyas piernas hubiese sido una
locura confiarles una esperanza de salvación.
¡Los fletes nuestros y nuestras pilchas mejores, serían la presa de los
piquetanos que nos habían cazado como a chorlos![33]
¡Ahí quedaban entre sus garras hambrientas!
Siempre he pensado, después, que estos procedimientos son el origen
de ese odio ciego, de esa invencible antipatía que los soldados de línea
sienten por las policías rurales, y que los hombres observadores no
alcanzan a explicarse.
¿Trata uno de cobrarse las prendas tan injusta como infamemente
arrebatadas en un momento de desgracia?
Puede ser...
El hecho es que cada vez que se ve una chaquetilla de infantería puesta
sobre un pantalón particular, un sable golpeando sin gracia las canillas
de un compadrito y un kepí[34] con vivos colorados jineteando sobre
una chasca[35] enmarañada y estribando en los cachetes por medio del
barbijo roñoso, el alma se subleva: uno recuerda los primeros dolores y
las primeras humillaciones, y, por las dudas, pela[36] el machete para
vengar, si no los agravios de uno, los de aquellos que más tarde han
recorrido el áspero sendero.
V
DE PARIA A CIUDADANO
Fui soldado y me hice hombre.
Con el 64 de línea, adonde me destinaron por cuatro años, como
infractor a la ley de enrolamiento, recorrí la República entera, y,
llevando en mi kepí el número famoso, sentí abrirse mi espíritu a las
grandes aspiraciones de la vida.
Allí, en las filas, aprendí a leer y a escribir, supe lo

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