Memorias de un vigilante | Page 6

José Alvarez
que era orden y
limpieza, me enseñaron a respetar y a exigir que me respetaran, y bajo
el ojo vigilante de los jefes y oficiales se operó la transformación del
gaucho bravío y montaraz.
¡Ah!
¡Qué día, aquel feliz, en que después de cuatro años de rudo
aprendizaje tuve en mi brazo la escuadra de cabo 2º de la 4ª Compañía!
¡Era alguien, y esto es mucho para quien no había sido nada!
Ya no era el paria, el desheredado, el caballo patrio[37] que cualquiera
ensilla y nadie cuida: era el cabo Fabio Carrizo, el principio de aquel
sargento 14, que en 1880 recibía su baja absoluta, después de diez años
de servicios prestados dondequiera que hubiese flameado la vieja
bandera, jurada allá en la cuesta de una loma en marcha para San Luis.
¡Aquel batallón fue mi hogar y fue mi escuela!
¡Hoy, cuando lo veo desfilar por las calles, siempre con el aire marcial

a que obliga la tradición del número, busco en vano el rostro tostado de
aquellos que conmigo tiritaban en los fogones de la frontera, y ya no
están!
¡Queda sólo del tiempo viejo de las miserias sufridas en silencio, la
gloriosa bandera deshilachada que tantas veces cuidé en largas horas de
angustia y cuya vista hace latir todavía mi corazón como en aquellas,
dichosas, en que, al regreso de una expedición arriesgada de la que
muchos de los nuestros no volvían, era sacada para que el capellán
dijera ante ella su misa por el eterno descanso de los que quedaban allá
entre las sinuosidades de las sierras, en el triste cementerio aldeano o
bajo el manto eterno de verdura de la pampa desierta y misteriosa!

VI
EL TUFO PORTEÑO
Se había extinguido la última chispa de aquel incendio que,
comenzando en la Plaza de la Victoria[38] se propagó por toda la
República y estuvo a punto de hacer revivir las épocas de barbarie que
el tiempo y la civilización habían muerto en nuestra patria, y auras de
paz y de progreso corrían desde Jujuy hasta el Estrecho y desde los
Andes al Atlántico.
Cumplido mi servicio, pulido mi espíritu hasta donde me había sido
dado lograrlo y ansiando mezclarme al mundo de Buenos Aires, que
hervía a mi alrededor y me atraía como atrae siempre lo desconocido,
pedí mi baja y me separé del 6º; como quien dice, dejé mi casa, y en
ella todos los halagos de mi juventud, todas mis afecciones de la vida.
Con mi baja en el bolsillo y con una carta de recomendación de mi
coronel, me presenté al señor don Marcos Paz[39], que era entonces él
Jefe de Policía, en su despacho del Departamento viejo[40], que
ocupaba lo que hoy es la Avenida de Mayo[41], frente a la Plaza de la
Victoria.
¡Cómo palpitaba mi corazón al encontrarme en el vasto salón, cuyas

ventanas se abrían hacia la plaza, en el cual yo contemplaba el
hervidero de gentes que me atraía!
¡Oh!... ¡Cuánta ilusión durante las largas horas de espera!
Aquellos hombres que pasaban afanosos, secándose el sudor de sus
frentes, aquellos que con un cigarro en la boca caminaban
despreocupados y tranquilos, yo los conocería en mi hora, yo sabría de
las pasiones que los movían y de las esperanzas que los alentaban.
Y alguna, quizás, de esas preciosas mujeres que como en un relámpago
pasaban en sus coches lujosos, deslumbrando mi vista, estaba destinada
a apartarse conmigo, allá, a una casita lejana, en cuyo umbral modesto
irían a morir sin rumores las olas tempestuosas que me azotaran en las
horas de lucha.
Y luego mi vista recorría con asombro los muros del despacho,
empapelados de color granate; los muebles tallados de los cuales no
tenía la menor idea, y comparaba aquello--que yo creía la última
expresión del lujo--con el destartalamiento de la carpa del coronel que,
a nosotros, nos parecía suntuosa.
¡Era el punto de comparación que teníamos para darnos cuenta de la
magnificencia de los palacios encantados que en sus cuentos nos
describía el trompa Gareca, aquel viejo veterano que recibió el Sol del
Ecuador a las órdenes de San Martín, que fue asistente del general
Paunero[42] en la guerra del Paraguay y que hoy duerme el sueño del
olvido en las soledades de Las Manzanas![43]
Cayó durante uno de aquellos combates homéricos del general Conrado
Villegas[44], con el bravo Namuncurá[45], y allá se quedó... como se
han quedado tantos--modestos y oscuros, de esos que cumplen el deber
por el deber y a quienes los eunucos[46] de la acción y del pensamiento
les llaman soñadores porque no pusieron, sobre todo, las exigencias de
la bestia,--sin que la patria les recuerde, por más que le consagraron lo
único que poseían: ¡la vida!
De repente me sacó de mis sueños y contemplaciones la voz del

ordenanza, quien tocándome en
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