La niña robada | Page 8

Hendrik Conscience
de mi vida, para jamás apartarme de vos, buena y querida Marta.
Al pronunciar estas palabras apasionadas, Mathys tomó la mano de la viuda.
Esta estaba pálida y a pesar de los violentos esfuerzos que hacía sobre sí misma, no podía dominar sus emociones, ni su visible estremecimiento.
Felizmente Mathys se equivocó con respecto a aquella emoción.
--Perdonad, Marta--dijo con más calma--, perdonad el sentimiento que me arrebata. ?Ah! os lo ruego, antes de que os declare formalmente el objeto de mi visita, decidme que no habéis permanecido indiferente a mi cari?o. Sé que vuestro corazón es sensible y agradecido, pero me sería muy dulce sentir una palabra halagüe?a de vuestros labios queridos.
--?Qué queréis que os diga?--balbuceó Marta casi dominada por la angustia--. ?Qué deseáis que os responda?
--Una sola palabra: un ?sí? quedo y breve, Marta. Marta, ?me amáis?
El aya bajó silenciosamente la cabeza; su frente y sus mejillas se cubrieron de un vivo sonrojo. Sufría atrozmente y luchaba con desesperación contra la vergüenza que le causaba y le oprimía el corazón. Mathys la miraba con expresión de alegría y de triunfo. El, que era ya viejo, conseguiría por mujer una criatura hermosa, buena y que se sonrojaba como un ni?o a la primera palabra que pudiera rozar su rubor. Respetó un momento su silencio y preguntó:
--?No me decís nada, Marta? ?Me negáis la palabra que ha de hacerme feliz?
--Una mujer... mi posición respecto a vos. ?Me exigís, me arrancáis esa confesión?
--Os lo suplico, Marta.
--Pues bien, sí--dijo el aya con voz casi ininteligible.
Mathys abrió los brazos y lanzó un grito; pero la viuda se alzó de un salto de su silla, y con una mirada, que la indignación y el miedo hacían irresistible, exclamó:
--Se?or, se?or, no ofendáis mi dignidad de mujer. Si queréis convencerme de que realmente me amáis, respetad al menos vuestro amor por mí.
--Tenéis razón, Marta; la felicidad me hace perder la cabeza--murmuró el intendente, dominado y casi desconcertado--. Volvamos a sentarnos y escuchadme. Hacéis mal en asustaros por la demostración primera de mi amor sincero, y vais a reconocerlo inmediatamente. Oídme, querida amiga; hace quince a?os que soy intendente de la condesa de Bruinsteen, he ganado bastante dinero y gastado poco. He reunido una peque?a fortuna, y puedo hacer independiente y feliz a la mujer que elija por compa?era. Mi corazón es joven, mi salud es buena y estoy lleno de vida. Vuestro dulce lenguaje, vuestras maneras honestas, algo inexplicable, el encanto misterioso de vuestros ojos... ?Ay, ay! me estoy poniendo hablador... Bueno, bueno, ya sospecháis lo que os quiero decir, Marta. Consentís con alegría, ?verdad? Vuestra vacilación... Pero, ?acaso no me comprendéis?
--No me atrevo a comprenderos, se?or--respondió el aya--. Un favor, un honor semejante para una pobre sirvienta...
--Me habéis comprendido, Marta. Pues bien, hablaré claramente. ?Queréis ser mi mujer y compartir mi fortuna? Dadme la mano y no agreguemos nada más.
Marta puso su mano en la suya.
--Estáis conmovida, tembláis--exclamó alegremente Mathys--. Es natural, yo mismo tiemblo de alegría. Calmaos ahora, Marta, que todo ha concluído. No me agradezcáis, querida amiga, que os ofrezca una existencia libre y exenta de inquietudes, porque vos me aportáis todo lo que un hombre necesita para ser feliz. Estamos, pues, a mano. Hay personas que van a tratar de impedir nuestro casamiento; no les dejemos tiempo para que nos susciten serios obstáculos.
--?Sí, la condesa!--dijo el aya suspirando--. Me echará del castillo así que sepa lo que acabáis de decirme.
--?Echaros!--exclamó el intendente con una sonrisa de desprecio--. La condesa se pondrá furiosa y os injuriará probablemente; pero no temáis nada; haga y diga lo que quiera, tendrá que someterse a mi voluntad. Poseo medios infalibles para vencer su resistencia.
Una chispa de secreta esperanza brotó en los ojos de Marta; alzó la cabeza, dió a su fisonomía una expresión seria, y dijo:
--Perdonadme, se?or; pero me parece que, sin ser indiscreta, he conquistado desde hace un momento el derecho de interrogaros respecto de cosas que me inspiran cierta desconfianza y que me inquietan.
--Tenéis, Marta, todos los derechos de una prometida.
--Pues bien, se?or, demostradme que sois sincero. Desde hace tiempo me pregunto por qué la condesa os persigue y espía sin cesar. ?Por qué la amistad que me tenéis le inspira una especie de celos y la pone furiosa?...
--?Bah! es sólo porque me odia, y no le agrada que los servidores tengan por mí más respeto y afecto que por ella.
--Quiero creeros... ?Si me enga?arais, sin embargo?
--Qué ideas tenéis, Marta.
--?Está bien! Si no fuera más que por esas apariencias, se?or, haría mal en estar inquieta; pero hay otro misterio que me espanta; a pesar de vuestro importante cargo de intendente, estáis al servicio de la condesa, es vuestra ama, tiene derecho a vuestra obediencia. ?Cómo es, entonces, que cuando ello es necesario, se encuentra bajo vuestro dominio y tenga que someterse a vuestra voluntad, como decís vos mismo?
Aquella pregunta
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