se le escapó un grito de angustia y se puso a temblar murmurando:
--Valor y energía; y ya tiemblo y palidezco al solo pensar en su aparición.
Se dejó caer en una silla. Sin duda una confianza nueva iba penetrando en ella, porque una sonrisa de reto se dibujó lentamente en sus labios, mientras una chispa de coraje brilló en sus ojos. Se levantó y pasó al otro cuarto, se detuvo delante del postigo y miró, a través del vidrio, a la ni?a que estaba en un rincón leyendo y estudiando sus lecciones. Marta se detuvo, inmóvil, para no distraerla. Fijó en ella sus ojos como si buscara en aquella larga y profunda mirada la fuerza necesaria para no sucumbir en la prueba temida.
En aquel momento sintió claramente que abrían la puerta. Una ligera palidez decoloró sus pupilas. Su pecho se dilató y su respiración se hizo penosa, mientras volvía a su cuarto. Pero aquella emoción parecía más bien signo de una fuerte voluntad que un acceso de temor. Dirigió una mirada suplicante al cielo y se sentó junto a la mesa. Allí tomó su labor y esperó con indiferencia afectada la llegada de Mathys.
El intendente apareció en la pieza y balbuceó algunas palabras corteses. Aunque fuere día de trabajo, vestía sus mejores ropas, y para ponerse sin duda a la altura de la situación, habíase puesto guantes blancos. Su aparición en aquel traje solemne hizo temblar a Marta en los primeros momentos, pero luego, dominada por la necesidad, se puso de pie sonriendo y respondió al saludo de Mathys con suave amabilidad.
Esta acogida amistosa alentó al intendente, que se aproximó triunfante, y le dijo con expresión ligera:
--Mi querida Marta, estáis sin duda sorprendida de verme en este traje, ?verdad? Hace tiempo que algo me oprime el corazón... Separados por una enojosa desinteligencia, una pena que no nos atrevíamos a confesar, nos hacía sufrir a los dos; ahora vengo a romper el hielo... El hombre es débil, no os enojéis... yo no tengo la culpa, Marta, de que vos seáis hermosa... y que yo no sea insensible...
El intendente había creído que no le costaría el menor esfuerzo hacer su pedido. Por lo que le había dicho Catalina, sabía que el aya acogería su proposición con una alegría, si no ruidosa, por lo menos sincera.
Sin embargo, su tono familiar y el giro atrevido de sus frases habían asustado a Marta, y, aunque hubiese conservado en sus labios una sonrisa fingida, había en su mirada algo de severo que detuvo a Mathys imponiéndole ser más respetuoso y reservado. No sabía ya qué decir, y balbuceó confusamente:
--De veras... es algo extra?o... cuando se está herido en el corazón... las ideas se confunden. ?El asunto me parecía tan fácil y sencillo!... En fin, a los cuarenta o a los veinte, el amor es siempre el amor... He venido para hablaros de una cosa que sin duda tiene que seros agradable y no sé por dónde comenzar.
--Hacéis mal, se?or--dijo el aya con voz dulce--. Hablad; sea lo que fuere lo que tengáis que decirme, os escucharé con atención. Servíos tomar asiento.
--En efecto, así estaremos mejor--prosiguió Mathys algo cohibido--. Sentaos vos también, Marta. Parecéis estar inquieta. Teméis que la condesa nos sorprenda, ?verdad? No tengáis cuidado; la he hecho ir con un pretexto fútil a la granja grande. Estará ausente una hora por lo menos. Vamos, no somos ni?os. ?Puedo hablaros, Marta, con franqueza?
--Con toda franqueza, se?or.
--Sí, pero no es como intendente del castillo, ni como vuestro superior que os lo pregunto, sino como amigo.
--Sois demasiado bondadoso, se?or.
--Está bien, no comenzamos mal--dijo Mathys restregándose las manos--. En seguida nos entenderemos, Marta. Escuchadme: ?Habréis notado, verdad, cómo desde el primer día de vuestra llegada a Orsdael os demostré amistad, cómo os protegí contra la crueldad y el odio de la condesa, cómo espiaba vuestros pasos y os seguía para tener la felicidad de encontraros y hablaros? ?No habéis adivinado, acaso, la causa de este afecto?
--Creo haberla adivinado, se?or. Os confesaré que me asusto porque sólo soy una sirvienta.
--?Una sirvienta! Pero si tenéis la belleza, los ojos de una reina. Desde la primera vez que os vi, Marta, me impresionaron los encantos de vuestra persona, de vuestro lenguaje, de vuestra seductora sonrisa... No tembléis así, amiga mía; mis intenciones son puras y honradas. Ya sé que en materia de pudor sois muy severa y hasta muy hosca. Esa reserva me enga?ó en un principio, haciéndome creer que me despreciabais. Pero atribuyo un alto precio a la bondad, sobre todo en vos, hermosa Marta. Así, pues, es superfluo que os diga que os amo, lo sabéis de hace tiempo; sin embargo, todavía no conocéis la extensión de mi afecto. Noche y día pienso en vos, y vuestra imagen no me deja sosiego; mi más hermoso sue?o consiste en haceros la compa?era

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