sus ovaciones y en sus trastornos. 
Si fuera posible trasladar al lector á las gradas de San Felipe, capitolio 
de la chismografía política y social, ó sentarle en el húmedo escaño de 
la fuente de Mari-Blanca, punto de reunión de un público más plebeyo, 
comprendería cuan distinto de lo que hoy vemos era lo que veían 
nuestros abuelos hace medio siglo. De fijo llamaría su atención que una 
gran parte de los ociosos, que en aquel sitio se reúnen desde que existe, 
lo abandonaban á la caída de la tarde para dirigirse á la Carrera de San 
Jerónimo ó á otra de las calles inmediatas. Aquel público iba á los clubs, 
á las reuniones patrióticas, á La Fontana de Oro, al Grande Oriente, á 
Lorencini, á la Cruz de Malta. En los grupos sobresalían algunas 
personas que, por su ademán solemne, su mirada protectora, parecían 
ser tenidos en grande estima por los demás. Aparentaban querer 
imponer silencio á la multitud; otras veces, extendiendo los brazos en 
cruz, volvíanse atrás como quien pide atención: todo esto hecho con 
una oficiosa gravedad que indicaba influjo muy grande ó presunción no 
pequeña. 
La mayor porte se dirigía á la Carrera. Es porque allí estaba el club más 
concurrido, el más agitado, el más popular de los clubs: La Fontana Se 
Oro. Ya entraremos también en el café revolucionario. Antes crucemos, 
desde el Buen Suceso á los Italianos, esta alegre y animada Carrera de 
los Padres Jerónimos, que era entonces lo que es hoy y lo que será 
siempre: la calle más concurrida de la capital. 
Pero hoy, cuando veis que la mayor parte de la calle está formada por 
viviendas particulares, no podéis comprender lo que era entonces una 
vía pública ocupada casi totalmente por los tristes paredones de tres ó 
cuatro conventos. Imposible es comprender hoy la obscuridad que 
proyectaban sobre la entrada de la Carrera el ancho paredón del 
Monasterio de la Victoria por un lado, y la sucia y corroída tapia del 
Buen Suceso por otro. Más allá formaban en línea de batalla las monjas 
de Pinto; por encima de la tapia, que servía de prolongación al 
convento, se veían las copas de los cipreses plantados junto á las 
tumbas. Enfrente campeaba la ermita de los Italianos, no menos 
ridícula entonces que hoy, y más abajo, en lo más rápido del declive, el 
Espíritu Santo, que después fué Congreso de los Diputados. 
Las casas de los grandes alternaban con los conventos. En lo más bajo
de la calle se veía la vasta fachada del palacio de Medinaceli, con su 
ancho escudo, sus innumerables ventanas, su jardín á un lado y su 
fundación piadosa á otro; enfrente los Valmedianos, los Pignatellis y 
Gonzagas; más acá los Pandos y Macedas, y, finalmente, la casa de 
Híjar, que hasta hace poco ostentaba en su puerta la cadena histórica, 
distintivo de la hospitalidad ofrecida á un monarca. Quedaba para catas 
particulares, para tiendas y sitios públicos la tercera parte de la calle: 
esto es lo que describiremos con más detención, porque es importante 
dar á conocer el gran escenario donde tendrán lugar algunos 
importantes hechos de esta historia. 
Entrando por la Puerta del Sol, y pasado el convento de la Victoria, se 
hallaba un gran pórtico, entrada de una antiquísima casa que, á pesar de 
su escudo decorativo, grabado en la clave del balcón, era en aquel 
tiempo una casa de vecindad en que vivían hasta media docena de 
honradas familias. Su noble origen era indudable; pero fué adquirida no 
sabemos cómo por la comunidad vecina, que la alquiló para atender á 
sus necesidades. En dicho portal, bastante espacioso para que entraran 
por él las enormes carrozas de su primitivo señor, tenía su 
establecimiento un memorialista, secretario de certificaciones y misivas; 
y en el mismo portal, un poco más adentro, estaban los almacenes de 
quincalla de un hermano de dicho memorialista, que había venido de 
Ocafia á la Corte para hacer carrera en el comercio. Constaba su tienda 
de tres menguados cajoncillos, en que había algunos paquetes de peines, 
unas cuantas cajas de obleas, juguetes de chicos y un gran manojo de 
rosarios con cruces y medallones de estaño. 
La parte de la izquierda, y especialmente el rincón contiguo á la puerta, 
era un lugar en que el público ejercía un incontestable derecho de 
servidumbre. Era un centro urinario: la secreción pública había trocado 
aquel rincón en foco de inmundicia, y especialmente por las noches la 
ofrenda líquida aumentaba de tal modo, que el escribiente y su hermano 
hacían propósito firme de abandonar el local. En vano se amonestaba al 
público con terribles pragmáticas de policía urbana, promulgadas por la 
autorizada voz del memorialista. El público no renunciaba por esto á su 
costumbre, y de seguro lo habrían pasado mal los dos hermanos si 
hubieran    
    
		
	
	
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