tratado de impedir por la fuerza la libertad mingitoria, 
autorizada por un derecho consuetudinario que, según la feliz expresión 
de un parroquiano de aquel sitio, radicaba en la naturaleza del hombre y
en la hospitalidad forzosa del vecindario. 
Enfrente de este portal clásico había una puertecilla, y por los dos 
yelmos de Mambrino, labrados en finísimo metal del Alcaraz y 
suspendidos á un lado y otro, se venía en conocimiento de que aquello 
era una barbería. Por mucho de notable que tuviera el exterior de este 
establecimiento, con su puerta verde, sus cortinas blancas, su redoma 
de sanguijuelas, su cartel de letras rojas, adornado con dos viñetas 
dignas de Maella, que representaban la una un individuo en el momento 
de ser afeitado, y la otra una dama á quien sangraban en un pie, mucho 
más notable era su interior. Tres mozos, capitaneados por el maestro 
Calleja, rapaban semanalmente las barbas de un centenar de liberales de 
los más recalcitrantes. Allí se discutía, se hablaba del Rey, de las 
Cortes, del Congreso de Verona, de la Santa Alianza. Oiríais allí la 
peroración contundente del oficial primero y más antiguo, mozo que se 
decía pariente de Poilier, el mártir de la libertad. Al compás de la 
navaja se recitaban versos amenizados con agudezas políticas; y las 
voces _camarilla, coletilla, trágala, Elio, la Bisbal, Vinuesa_, formaban 
el fondo de la conversación. Pero lo más notable de la barbería más 
notable de Madrid, era su dueño, Gaspar Calleja (se había quitado el 
Don después de 1820), héroe de la revolución, y uno de los mayores 
enemigos que tuvo Fernando el año 14. Así lo decía él. 
Más lejos estaba la tienda de géneros de unos irlandeses establecidos 
aquí desde el siglo pasado. Vendían, juntamente con el raso y el 
organdí, encajes flamencos y catalanes, alepín para chalecos, ante para 
pantalones, corbatas de color de las llamadas guirindolas, y carrikes de 
cuatro cuellos, que estaban entonces en moda. El patrón era un irlandés 
gordo y suculento, de cara encendida, lustrosa y redonda como un 
queso de Flandes. Tenía fama de ser un servilón de á folio, pero, si esto 
era cierto, las circunstancias constitucionales del país, y especialmente 
de la Carrera de San Jerónimo, le obligaban á disimularlo. Fundábanse 
los que tan feo vicio imputaban al irlandés, en que cuando pasaba por la 
calle la Majestad de Fernando ó Amalia, la Alteza de _mi tío el doctor_ 
ó de don Carlos, el buen comerciante dejaba apresuradamente su vara y 
su escritorio para correr á la puerta, asomándose con ansiedad y 
mirando la real comitiva con muestras de ternura y adhesión. Pero esto 
pasaba, y el irlandés volvía á su habitual tarea, haciendo todas las 
protestas que sus amigos le exigían.
Cerca de la tienda del irlandés se abría la puerta de una librería, en cuyo 
mezquino escaparate se mostraban abierto por su primera hoja algunos 
libros, tales como la _Historia de España_, por Duchesne; las novelas 
de Voltaire, traducidas por autor anónimo; Las noches de Young; el 
Viajador sensible, y la novela de Arturo y Arabella, que gozaba de gran 
popularidad en aquella época. Algunas obras de Montiano, Porcell, 
Arriaza, Olavide, Feijóo, un tratado del lenguaje de las flores y la 
_Guía del comadrón_, completaban el repertorio. 
Al lado, y como formando juego con este templo literario, estaba una 
tienda de perfumería y de bisutería con algunos objetos de caza, de 
tocador y de encina, que todo esto formaban comercio común en 
aquellos días. Por entre los botes de pomadas y cosméticos; por entre 
las cajas de alfileres y juguetes, se descubría el perfil arqueológico de 
una vieja que era ama, dependiente y aun fabricante de algunas drogas. 
Más allá había otra tienda obscura, estrecha y casi subterránea en que 
se vendían papel, tinta y cosas de escritorio, amén de algún braguero ú 
otro aparato ortopédico de singular forma. En la puerta pendía colgado 
de una espetera un manojo de plumas de ganso, y en lo más profundo y 
más lóbrego de la tienda lucían como los ojos de un lechuzo en el 
recinto de una caverna, los dos espejuelos resplandecientes de don 
Anatalio Mas, gran jefe de aquel gran comercio. 
Enfrente había una tienda de comestibles; pero de comestibles 
aristocráticos. Existía allí un horno célebre, que asaba por Navidades 
más de cuatrocientos pavos de distintos calibres. Las empanadas de 
perdices y de liebres no tenía rival; sus pasteles eran celebérrimos, y 
nada igualaba á los lechoncillos asados que salían de aquel gran 
laboratorio. En días de convite, de cumpleaños ó de boda, no encargar 
los principales platos á casa de _Perico el Mahonés_ (así le llamaban), 
hubiera sido indisculpable desacato. Al por menor se vendían en la 
tienda: rosquillas, bizcochos, galletas de Inglaterra y mantecadas de 
Astorga. 
No lejos de esta tienda se hallaban las sedas,    
    
		
	
	
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