su ligereza de carácter y la garrulería de su entendimiento, era un 
verdadero botarate. 
Barbarita estaba loca con su hijo; mas era tan discreta y delicada, que 
no se atrevía a elogiarle delante de sus amigas, sospechando que todas 
las demás señoras habían de tener celos de ella. Si esta pasión de madre 
daba a Barbarita inefables alegrías, también era causa de zozobras y
cavilaciones. Temía que Dios la castigase por su orgullo; temía que el 
adorado hijo enfermara de la noche a la mañana y se muriera como 
tantos otros de menos mérito físico y moral. Porque no había que 
pensar que el mérito fuera una inmunidad. Al contrario, los más brutos, 
los más feos y los perversos son los que se hartan de vivir, y parece que 
la misma muerte no quiere nada con ellos. Del tormento que estas ideas 
daban a su alma se defendía Barbarita con su ardiente fe religiosa. 
Mientras oraba, una voz interior, susurro dulcísimo como chismes 
traídos por el Ángel de la Guarda, le decía que su hijo no moriría antes 
que ella. Los cuidados que al chico prodigaba eran esmeradísimos; pero 
no tenía aquella buena señora las tonterías dengosas de algunas madres, 
que hacen de su cariño una manía insoportable para los que la 
presencian, y corruptora para las criaturas que son objeto de él. No 
trataba a su hijo con mimo. Su ternura sabía ser inteligente y revestirse 
a veces de severidad dulce. 
¿Y por qué le llamaba todo el mundo y le llama todavía casi 
unánimemente Juanito Santa Cruz? Esto sí que no lo sé. Hay en 
Madrid muchos casos de esta aplicación del diminutivo o de la fórmula 
familiar del nombre, aun tratándose de personas que han entrado en la 
madurez de la vida. Hasta hace pocos años, al autor cien veces ilustre 
de Pepita Jiménez, le llamaban sus amigos y los que no lo eran, Juanito 
Valera. En la sociedad madrileña, la más amena del mundo porque ha 
sabido combinar la cortesía con la confianza, hay algunos Pepes, 
Manolitos y Pacos que, aun después de haber conquistado la celebridad 
por diferentes conceptos, continúan nombrados con esta familiaridad 
democrática que demuestra la llaneza castiza del carácter español. El 
origen de esto habrá que buscarlo quizá en ternuras domésticas o en 
hábitos de servidumbre que trascienden sin saber cómo a la vida social. 
En algunas personas, puede relacionarse el diminutivo con el sino. Hay 
efectivamente Manueles que nacieron predestinados para ser Manolos 
toda su vida. Sea lo que quiera, al venturoso hijo de D. Baldomero 
Santa Cruz y de doña Bárbara Arnaiz le llamaban Juanito, y Juanito le 
dicen y le dirán quizá hasta que las canas de él y la muerte de los que le 
conocieron niño vayan alterando poco a poco la campechana 
costumbre.
Conocida la persona y sus felices circunstancias, se comprenderá 
fácilmente la dirección que tomaron las ideas del joven Santa Cruz al 
verse en las puertas del mundo con tantas probabilidades de éxito. Ni 
extrañará nadie que un chico guapo, poseedor del arte de agradar y del 
arte de vestir, hijo único de padres ricos, inteligente, instruido, de frase 
seductora en la conversación, pronto en las respuestas, agudo y 
ocurrente en los juicios, un chico, en fin, al cual se le podría poner el 
rótulo social de brillante, considerara ocioso y hasta ridículo el meterse 
a averiguar si hubo o no un idioma único primitivo, si el Egipto fue una 
colonia bracmánica, si la China es absolutamente independiente de tal o 
cual civilización asiática, con otras cosas que años atrás le quitaban el 
sueño, pero que ya le tenían sin cuidado, mayormente si pensaba que lo 
que él no averiguase otro lo averiguaría... «Y por último 
--decía--pongamos que no se averigüe nunca. ¿Y qué...?». El mundo 
tangible y gustable le seducía más que los incompletos conocimientos 
de vida que se vislumbran en el fugaz resplandor de las ideas sacadas a 
la fuerza, chispas obtenidas en nuestro cerebro por la percusión de la 
voluntad, que es lo que constituye el estudio. Juanito acabó por 
declararse a sí mismo que más sabe el que vive sin querer saber que el 
que quiere saber sin vivir, o sea aprendiendo en los libros y en las aulas. 
Vivir es relacionarse, gozar y padecer, desear, aborrecer y amar. La 
lectura es vida artificial y prestada, el usufructo, mediante una función 
cerebral, de las ideas y sensaciones ajenas, la adquisición de los tesoros 
de la verdad humana por compra o por estafa, no por el trabajo. No 
paraban aquí las filosofías de Juanito, y hacía una comparación que no 
carece de exactitud. Decía que entre estas dos maneras de vivir, 
observaba él la diferencia que hay entre comerse una chuleta y que le 
vengan a contar a uno cómo y cuándo se la    
    
		
	
	
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