cargado de apuntes, sino que se ponía en la grada primera para mirar al 
profesor con cara de aprovechamiento, sin quitarle ojo, cual si fuera 
una novia, y aprobar con cabezadas la explicación, como diciendo: «yo 
también me sé eso y algo más». Al concluir la clase, era de los que le 
cortan el paso al catedrático para consultarle un punto oscuro del texto
o que les resuelva una duda. Con estas dudas declaran los tales su 
furibunda aplicación. Fuera de la Universidad, la fiebre de la ciencia le 
traía muy desasosegado. Por aquellos días no era todavía costumbre 
que fuesen al Ateneo los sabios de pecho que están mamando la leche 
del conocimiento. Juanito se reunía con otros cachorros en la casa del 
chico de Tellería (Gustavito) y allí armaban grandes peloteras. Los 
temas más sutiles de Filosofía de la Historia y del Derecho, de 
Metafísica y de otras ciencias especulativas (pues aún no estaban de 
moda los estudios experimentales, ni el transformismo, ni Darwin, ni 
Haeckel eran para ellos, lo que para otros el trompo o la cometa. ¡Qué 
gran progreso en los entretenimientos de la niñez! ¡Cuando uno piensa 
que aquellos mismos nenes, si hubieran vivido en edades remotas, se 
habrían pasado el tiempo mamándose el dedo, o haciendo y diciendo 
toda suerte de boberías...! 
Todos los dineros que su papá le daba, dejábalos Juanito en casa de 
Bailly-Baillière, a cuenta de los libros que iba tomando. Refiere 
Villalonga que un día fue Barbarita reventando de gozo y orgullo a la 
librería, y después de saldar los débitos del niño, dio orden de que 
entregaran a este todos los mamotretos que pidiera, aunque fuesen 
caros y tan grandes como misales. La bondadosa y angelical señora 
quería poner un freno de modestia a la expresión de su vanidad 
maternal. Figurábase que ofendía a los demás, haciendo ver la 
supremacía de su hijo entre todos los hijos nacidos y por nacer. No 
quería tampoco profanar, haciéndolo público, aquel encanto íntimo, 
aquel himno de la conciencia que podemos llamar los misterios gozosos 
de Barbarita. Únicamente se clareaba alguna vez, soltando como al 
descuido estas entrecortadas razones: «¡Ay qué chico!... ¡cuánto lee! 
Yo digo que esas cabezas tienen algo, algo, sí señor, que no tienen las 
demás... En fin, más vale que le dé por ahí». 
Concluyó Santa Cruz la carrera de Derecho, y de añadidura la de 
Filosofía y Letras. Sus papás eran muy ricos y no querían que el niño 
fuese comerciante, ni había para qué, pues ellos tampoco lo eran ya. 
Apenas terminados los estudios académicos, verificose en Juanito un 
nuevo cambiazo, una segunda crisis de crecimiento, de esas que marcan 
el misterioso paso o transición de edades en el desarrollo individual.
Perdió bruscamente la afición a aquellas furiosas broncas oratorias por 
un más o un menos en cualquier punto de Filosofía o de Historia; 
empezó a creer ridículos los sofocones que se había tomado por probar 
que en las civilizaciones de Oriente el poder de las castas sacerdotales 
era un poquito más ilimitado que el de los reyes, contra la opinión de 
Gustavito Tellería, el cual sostenía, dando puñetazos sobre la mesa, que 
lo era un poquitín menos. Dio también en pensar que maldito lo que le 
importaba que la conciencia fuera la intimidad total del ser racional 
consigo mismo, o bien otra cosa semejante, como quería probar, 
hinchándose de convicción airada, Joaquinito Pez. No tardó, pues, en 
aflojar la cuerda a la manía de las lecturas, hasta llegar a no leer 
absolutamente nada. Barbarita creía de buena fe que su hijo no leía ya 
porque había agotado el pozo de la ciencia. 
Tenía Juanito entonces veinticuatro años. Le conocí un día en casa de 
Federico Cimarra en un almuerzo que este dio a sus amigos. Se me ha 
olvidado la fecha exacta; pero debió de ser esta hacia el 69, porque 
recuerdo que se habló mucho de Figuerola, de la capitación y del 
derribo de la torre de la iglesia de Santa Cruz. Era el hijo de D. 
Baldomero muy bien parecido y además muy simpático, de estos 
hombres que se recomiendan con su figura antes de cautivar con su 
trato, de estos que en una hora de conversación ganan más amigos que 
otros repartiendo favores positivos. Por lo bien que decía las cosas y la 
gracia de sus juicios, aparentaba saber más de lo que sabía, y en su 
boca las paradojas eran más bonitas que las verdades. Vestía con 
elegancia y tenía tan buena educación, que se le perdonaba fácilmente 
el hablar demasiado. Su instrucción y su ingenio agudísimo le hacían 
descollar sobre todos los demás mozos de la partida, y aunque a 
primera vista tenía cierta semejanza con Joaquinito Pez, tratándoles se 
echaban de ver entre ambos profundas diferencias, pues el chico de Pez, 
por    
    
		
	
	
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