ha comido otro, haciendo el 
cuento muy a lo vivo, se entiende, y describiendo la cara que ponía, el 
gusto que le daba la masticación, la gana con que tragaba y el reposo 
con que digería. 
 
--ii-- 
Empezó entonces para Barbarita nueva época de sobresaltos. Si antes 
sus oraciones fueron pararrayos puestos sobre la cabeza de Juanito para
apartar de ella el tifus y las viruelas, después intentaban librarle de 
otros enemigos no menos atroces. Temía los escándalos que ocasionan 
lances personales, las pasiones que destruyen la salud y envilecen el 
alma, los despilfarros, el desorden moral, físico y económico. 
Resolviose la insigne señora a tener carácter y a vigilar a su hijo. 
Hízose fiscalizadora, reparona, entrometida, y unas veces con dulzura, 
otras con aspereza que le costaba trabajo fingir, tomaba razón de todos 
los actos del joven, tundiéndole a preguntas: «¿A dónde vas con ese 
cuerpo?... ¿De dónde vienes ahora?... ¿Por qué entraste anoche a las 
tres de la mañana?... ¿En qué has gastado los mil reales que ayer te di?... 
A ver, ¿qué significa este perfume que se te ha pegado a la cara?...». 
Daba sus descargos el delincuente como podía, fatigando su 
imaginación para procurarse respuestas que tuvieran visos de lógica, 
aunque estos fueran como fulgor de relámpago. Ponía una de cal y otra 
de arena, mezclando las contestaciones categóricas con los mimos y las 
zalamerías. Bien sabía cuál era el flanco débil del enemigo. Pero 
Barbarita, mujer de tanto espíritu como corazón, se las tenía muy tiesas 
y sabía defenderse. En algunas ocasiones era tan fuerte la acometida de 
cariñitos, que la mamá estaba a punto de rendirse, fatigada de su 
entereza disciplinaria. Pero, ¡quia!, no se rendía; y vuelta al ajuste de 
cuentas, y al inquirir, y al tomar acta de todos los pasos que el 
predilecto daba por entre los peligros sociales. En honor a la verdad, 
debo decir que los desvaríos de Juanito no eran ninguna cosa del otro 
jueves. En esto, como en todo lo malo, hemos progresado de tal modo, 
que las barrabasadas de aquel niño bonito hace quince años, nos 
parecerían hoy timideces y aun actos de ejemplaridad relativa. 
Presentose en aquellos días al simpático joven la coyuntura de hacer su 
primer viaje a París, adonde iban Villalonga y Federico Ruiz 
comisionados por el Gobierno, el uno a comprar máquinas de 
agricultura, el otro a adquirir aparatos de astronomía. A D. Baldomero 
le pareció muy bien el viaje del chico, para que viese mundo; y 
Barbarita no se opuso, aunque le mortificaba mucho la idea de que su 
hijo correría en la capital de Francia temporales más recios que los de 
Madrid. A la pena de no verle uníase el temor de que le sorbieran 
aquellos gabachos y gabachas, tan diestros en desplumar al forastero y 
en maleficiar a los jóvenes más juiciosos. Bien se sabía ella que allá
hilaban muy fino en esto de explotar las debilidades humanas, y que 
Madrid era, comparado en esta materia con París de Francia, un lugar 
de abstinencia y mortificación. Tan triste se puso un día pensando en 
estas cosas y tan al vivo se le representaban la próxima perdición de su 
querido hijo y las redes en que inexperto caía, que salió de su casa 
resuelta a implorar la misericordia divina del modo más solemne, 
conforme a sus grandes medios de fortuna. Primero se le ocurrió 
encargar muchas misas al cura de San Ginés, y no pareciéndole esto 
bastante, discurrió mandar poner de Manifiesto la Divina Majestad todo 
el tiempo que el niño estuviese en París. Ya dentro de la Iglesia, pensó 
que lo del Manifiesto era un lujo desmedido y por lo mismo quizá 
irreverente. No, guardaría el recurso gordo para los casos graves de 
enfermedad o peligro de muerte. Pero en lo de las misas sí que no se 
volvió atrás, y encargó la mar de ellas, repartiendo además aquella 
semana más limosnas que de costumbre. 
Cuando comunicaba sus temores a D. Baldomero, este se echaba a reír 
y le decía: «El chico es de buena índole. Déjale que se divierta y que la 
corra. Los jóvenes del día necesitan despabilarse y ver mucho mundo. 
No son estos tiempos como los míos, en que no la corría ningún chico 
del comercio, y nos tenían a todos metidos en un puño hasta que nos 
casaban. ¡Qué costumbres aquellas tan diferentes de las de ahora! La 
civilización, hija, es mucho cuento. ¿Qué padre le daría hoy un par de 
bofetadas a un hijo de veinte años por haberse puesto las botas nuevas 
en día de trabajo? ¿Ni cómo te atreverías hoy a proponerle a un 
mocetón de estos que rece el rosario con la familia? Hoy los jóvenes 
disfrutan de una libertad y de una iniciativa para divertirse que no 
gozaban los de    
    
		
	
	
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