los 
lunes... ¿qué le parece? 
--¡Que es muy poco, señora!--repuso el muchacho--Los viernes 
también... ¿me permite? 
La señora se echó a reir. 
--¡Qué apurado! Yo no sé... veamos qué dice Lidia. ¿Qué dices, Lidia? 
La criatura, que no apartaba sus ojos rientes de Nébel, le dijo ¡sí! en 
pleno rostro, puesto que a él debía su respuesta. 
--Muy bien: entonces hasta el lunes, Nébel. 
Nébel objetó: 
--¿No me permitiría venir esta noche? Hoy es un día extraordinario... 
--¡Bueno! ¡Esta noche también! Acompáñalo, Lidia. 
Pero Nébel, en loca necesidad de movimiento, se despidió allí mismo, y 
huyó con su ramo cuyo cabo había deshecho casi, y con el alma 
proyectada al último cielo de la felicidad. 
II 
Durante dos meses, todos los momentos en que se veían, todas las 
horas que los separaban, Nébel y Lidia se adoraron. Para él, romántico 
hasta sentir el estado de dolorosa melancolía que provoca una simple 
garúa que agrisa el patio, la criatura aquella, con su cara angelical, sus 
ojos azules y su temprana plenitud, debía encarnar la suma posible de 
ideal. Para ella, Nébel era varonil, buen mozo e inteligente. No había en 
su mutuo amor más nube para el porvenir que la minoría de edad de 
Nébel. El muchacho, dejando de lado estudios, carreras y 
superfluidades por el estilo, quería casarse. Como probado, no había 
sino dos cosas: que a él le era absolutamente imposible vivir sin su
Lidia, y que llevaría por delante cuanto se opusiese a ello. Presentía--o 
más bien dicho, sentía--que iba a escollar rudamente. 
Su padre, en efecto, a quien había disgustado profundamente el año que 
perdía Nébel tras un amorío de carnaval, debía apuntar las íes con 
terrible vigor. A fines de Agosto, habló un día definitivamente a su 
hijo: 
--Me han dicho que sigues tus visitas a lo de Arrizabalaga. ¿Es cierto? 
Porque tú no te dignas decirme una palabra. 
Nébel vió toda la tormenta en esa forma de dignidad, y la voz le tembló 
un poco. 
--Si no te dije nada, papá, es porque sé que no te gusta que hable de 
eso. 
--¡Bah! cómo gustarme, puedes, en efecto, ahorrarte el trabajo... Pero 
quisiera saber en qué estado estás. ¿Vas a esa casa como novio? 
--Sí. 
--¿Y te reciben formalmente? 
--C-creo que sí. 
El padre lo miró fijamente y tamborileó sobre la mesa. 
--¡Está bueno! ¡Muy bien!... Oyeme, porque tengo el deber de 
mostrarte el camino. ¿Sabes tú bien lo que haces? ¿Has pensado en lo 
que puede pasar? 
--¿Pasar?... ¿qué? 
--Que te cases con esa muchacha. Pero fíjate: ya tienes edad para 
reflexionar, al menos. ¿Sabes quién es? ¿De dónde viene? ¿Conoces a 
alguien que sepa qué vida lleva en Montevideo? 
--¡Papá!
--¡Sí, qué hacen allá! ¡Bah! no pongas esa cara... No me refiero a tu... 
novia. Esa es una criatura, y como tal no sabe lo que hace. ¿Pero sabes 
de qué viven? 
--¡No! Ni me importa, porque aunque seas mi padre... 
--¡Bah, bah, bah! Deja eso para después. No te hablo como padre sino 
como cualquier hombre honrado pudiera hablarte. Y puesto que te 
indigna tanto lo que te pregunto, averigua a quien quiera contarte, qué 
clase de relaciones tiene la madre de tu novia con su cuñado, pregunta! 
--¡Sí! Ya sé que ha sido... 
--Ah, ¿sabes que ha sido la querida de Arrizabalaga? ¿Y que él u otro 
sostienen la casa en Montevideo? ¡Y te quedas tan fresco! 
--¡...! 
--¡Sí, ya sé, tu novia no tiene nada que ver con esto, ya sé! No hay 
impulso más bello que el tuyo... Pero anda con cuidado, porque puedes 
llegar tarde!... ¡No, no, cálmate! No tengo ninguna idea de ofender a tu 
novia, y creo, como te he dicho, que no está contaminada aún por la 
podredumbre que la rodea. Pero si la madre te la quiere vender en 
matrimonio, o más bien a la fortuna que vas a heredar cuando yo muera, 
díle que el viejo Nébel no está dispuesto a esos tráficos, y que antes se 
lo llevará el diablo que consentir en eso. Nada más te quería decir. 
El muchacho quería mucho a su padre a pesar del carácter duro de éste; 
salió lleno de rabia por no haber podido desahogar su ira, tanto más 
violenta cuanto que él mismo la sabía injusta. Hacía tiempo ya que no 
ignoraba esto: la madre de Lidia había sido querida de Arrizabalaga en 
vida de su marido, y aún cuatro o cinco años después. Se veían aún de 
tarde en tarde, pero el viejo libertino, arrebujado ahora en sus artritis de 
enfermizo solterón, distaba mucho de ser respecto de su cuñada lo que 
se pretendía; y si mantenía el tren de madre e hija, lo hacía por una 
especie de compasión de ex amante, rayana en vil egoísmo, y sobre 
todo para autorizar los chismes actuales    
    
		
	
	
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