que hinchaban su vanidad.
Nébel evocaba a la madre; y con un extremecimiento de muchacho loco 
por las mujeres casadas, recordaba cierta noche en que hojeando juntos 
y reclinados una Illustration, había creído sentir sobre sus nervios 
súbitamente tensos, un hondo hálito de deseo que surgía del cuerpo 
pleno que rozaba con él. Al levantar los ojos, Nébel había visto la 
mirada de ella, en lánguida imprecisión de mareo, posarse pesadamente 
sobre la suya. 
¿Se había equivocado? Era terriblemente histérica, pero con rara 
manifestación desbordante; los nervios desordenados repiqueteaban 
hacia adentro, y de aquí la súbita tenacidad en un disparate, el brusco 
abandono de una convicción; y en los prodromos de las crisis, la 
obstinación creciente, convulsiva, edificándose a grandes bloques de 
absurdos. Abusaba de la morfina, por angustiosa necesidad y por 
elegancia. Tenía treinta y siete años; era alta, con labios muy gruesos y 
encendidos, que humedecía sin cesar. Sin ser grandes, los ojos lo 
parecían por un poco hundidos y tener pestañas muy largas; pero eran 
admirables de sombra y fuego. Se pintaba. Vestía, como la hija, con 
perfecto buen gusto, y era ésta, sin duda, su mayor seducción. Debía de 
haber tenido, como mujer, profundo encanto; ahora la histeria había 
trabajado mucho su cuerpo--siendo, desde luego, enferma del vientre. 
Cuando el latigazo de la morfina pasaba, sus ojos se empañaban, y de la 
comisura de los labios, del párpado globoso, pendía una fina redecilla 
de arrugas. Pero a pesar de ello, la misma histeria que le deshacía los 
nervios era el alimento, un poco mágico, que sostenía su tonicidad. 
Quería entrañablemente a Lidia; y con la moral de las histéricas 
burguesas, hubiera envilecido a su hija para hacerla feliz--esto es, para 
proporcionarle aquello que habría hecho su propia felicidad. 
Así, la inquietud del padre de Nébel a este respecto tocaba a su hijo en 
lo más hondo de sus cuerdas de amante. ¿Cómo había escapado Lidia? 
Porque la limpidez de su cutis, la franqueza de su pasión de chica que 
surgía con adorable libertad de sus ojos brillantes, eran, ya no prueba 
de pureza, sino de escalón de noble gozo por el que Nébel ascendía 
triunfal a arrancar de una manotada a la planta podrida la flor que pedía 
por él.
Esta convicción era tan intensa, que Nébel jamás la había besado. Una 
tarde, después de almorzar, en que pasaba por lo de Arrizabalaga, había 
sentido loco deseo de verla. Su dicha fué completa, pues la halló sola, 
en batón, y los rizos sobre las mejillas. Como Nébel la retuvo contra la 
pared, ella, riendo y cortada, se recostó en el muro. Y el muchacho, a su 
frente, tocándola casi, sintió en sus manos inertes la alta felicidad de un 
amor inmaculado, que tan fácil le habría sido manchar. 
¡Pero luego, una vez su mujer! Nébel precipitaba cuanto le era posible 
su casamiento. Su habilitación de edad, obtenida en esos días, le 
permitía por su legítima materna afrontar los gastos. Quedaba el 
consentimiento del padre, y la madre apremiaba este detalle. 
La situación de ella, sobrado equívoca en Concordia, exigía una 
sanción social que debía comenzar, desde luego, por la del futuro 
suegro de su hija. Y sobre todo, la sostenía el deseo de humillar, de 
forzar a la moral burguesa, a doblar las rodillas ante la misma 
inconveniencia que despreció. 
Ya varias veces había tocado el punto con su futuro yerno, con 
alusiones a "mi suegro"... "mi nueva familia"... "la cuñada de mi hija". 
Nébel se callaba, y los ojos de la madre brillaban entonces con más 
fuego. 
Hasta que un día la llama se levantó. Nébel había fijado el 18 de 
octubre para su casamiento. Faltaba más de un mes aún, pero la madre 
hizo entender claramente al muchacho que quería la presencia de su 
padre esa noche. 
--Será difícil--dijo Nébel después de un mortificante silencio--. Le 
cuesta mucho salir de noche... No sale nunca. 
--¡Ah!--exclamó sólo la madre, mordiéndose rápidamente el labio. Otra 
pausa siguió, pero ésta ya de presagio. 
--Porque usted no hace un casamiento clandestino ¿verdad? 
--¡Oh!--se sonrió difícilmente Nébel--. Mi padre tampoco lo cree.
--¿Y entonces? 
Nuevo silencio cada vez más tempestuoso. 
--¿Es por mí que su señor padre no quiere asistir? 
--¡No, no señora!--exclamó al fin Nébel, impaciente--. Está en su modo 
de ser... Hablaré de nuevo con él, si quiere. 
--¿Yo, querer?--se sonrió la madre dilatando las narices--. Haga lo que 
le parezca... ¿Quiere irse, Nébel, ahora? No estoy bien. 
Nébel salió, profundamente disgustado. ¿Qué iba a decir a su padre? 
Éste sostenía siempre su rotunda oposición a tal matrimonio, y ya el 
hijo había emprendido las gestiones para prescindir de ella. 
--Puedes hacer eso, mucho más, y todo lo que te dé la gana. ¡Pero mi 
consentimiento para que esa entretenida sea tu suegra, ¡jamás! 
Después de tres días Nébel decidió    
    
		
	
	
	Continue reading on your phone by scaning this QR Code
 
	 	
	
	
	    Tip: The current page has been bookmarked automatically. If you wish to continue reading later, just open the 
Dertz Homepage, and click on the 'continue reading' link at the bottom of the page.
	    
	    
