Cuentos de Amor de Locura y de Muerte | Page 2

Horacio Quiroga

su serenidad. Pero en cambio ¡qué encanto!
--¡Qué encanto!--se repetía pensando en aquel rayo de luz, flor y carne
femenina que había llegado a él desde el carruaje. Se reconocía real y
profundamente deslumbrado--y enamorado, desde luego.
¡Y si ella lo quisiera!... ¿Lo querría? Nébel, para dilucidarlo, confiaba
mucho más que en el ramo de su pecho, en la precipitación aturdida
con que la joven había buscado algo para darle. Evocaba claramente el
brillo de sus ojos cuando lo vió llegar corriendo, la inquieta espectativa
con que lo esperó, y--en otro orden, la morbidez del joven pecho, al
tenderle el ramo.
¡Y ahora, concluído! Ella se iba al día siguiente a Montevideo. ¿Qué le
importaba lo demás, Concordia, sus amigos de antes, su mismo padre?
Por lo menos iría con ella hasta Buenos Aires.
Hicieron, efectivamente, el viaje juntos, y durante él, Nébel llegó al
más alto grado de pasión que puede alcanzar un romántico muchacho
de 18 años, que se siente querido. La madre acogió el casi infantil idilio
con afable complacencia, y se reía a menudo al verlos, hablando poco,
sonriendo sin cesar, y mirándose infinitamente.
La despedida fué breve, pues Nébel no quiso perder el último vestigio
de cordura que le quedaba, cortando su carrera tras ella.

Volverían a Concordia en el invierno, acaso una temporada. ¿Iría él?
"¡Oh, no volver yo!" Y mientras Nébel se alejaba, tardo, por el muelle,
volviéndose a cada momento, ella, de pecho sobre la borda, la cabeza
un poco baja, lo seguía con los ojos, mientras en la planchada los
marineros levantaban los suyos risueños a aquel idilio--y al vestido,
corto aún, de la tiernísima novia.

#Verano#
El 13 de junio Nébel volvió a Concordia, y aunque supo desde el
primer momento que Lidia estaba allí, pasó una semana sin inquietarse
poco ni mucho por ella. Cuatro meses son plazo sobrado para un
relámpago de pasión, y apenas si en el agua dormida de su alma, el
último resplandor alcanzaba a rizar su amor propio. Sentía, sí,
curiosidad de verla. Pero un nimio incidente, punzando su vanidad, lo
arrastró de nuevo. El primer domingo, Nébel, como todo buen chico de
pueblo, esperó en la esquina la salida de misa. Al fin, las últimas acaso,
erguidas y mirando adelante, Lidia y su madre avanzaron por entre la
fila de muchachos.
Nébel, al verla de nuevo, sintió que sus ojos se dilataban para sorber en
toda su plenitud la figura bruscamente adorada. Esperó con ansia casi
dolorosa el instante en que los ojos de ella, en un súbito resplandor de
dichosa sorpresa, lo reconocerían entre el grupo.
Pero pasó, con su mirada fría fija adelante.
--Parece que no se acuerda más de ti--le dijo un amigo, que a su lado
había seguido el incidente.
--¡No mucho!--se sonrió él.--Y es lástima, porque la chica me gustaba
en realidad.
Pero cuando estuvo solo se lloró a sí mismo su desgracia. ¡Y ahora que
había vuelto a verla! ¡Cómo, cómo la había querido siempre, él que
creía no acordarse más! ¡Y acabado! ¡Pum, pum, pum!--repetía sin
darse cuenta, con la costumbre del chico.--¡Pum! ¡todo concluído!

De golpe: ¿Y si no me hubiera visto?... ¡Claro! ¡pero claro! Su rostro se
animó de nuevo, acogiéndose con plena convicción a una probabilidad
como esa, profundamente razonable.
A las tres golpeaba en casa del doctor Arrizabalaga. Su idea era
elemental: consultaría con cualquier mísero pretexto al abogado, y
entretanto acaso la viera. Una súbita carrera por el patio respondió al
timbre, y Lidia, para detener el impulso, tuvo que cogerse
violentamente a la puerta vidriera. Vió a Nébel, lanzó una exclamación,
y ocultando con sus brazos la liviandad doméstica de su ropa, huyó más
velozmente aún.
Un instante después la madre abría el consultorio, y acogía a su antiguo
conocido con más viva complacencia que cuatro meses atrás. Nébel no
cabía en sí de gozo, y como la señora no parecía inquietarse por las
preocupaciones jurídicas de Nébel, éste prefirió también un millón de
veces tal presencia a la del abogado.
Con todo, se hallaba sobre ascuas de una felicidad demasiado ardiente
y, como tenía 18 años, deseaba irse de una vez para gozar a solas, y sin
cortedad, su inmensa dicha.
--¡Tan pronto, ya!--le dijo la señora.--Espero que tendremos el gusto de
verlo otra vez... ¿No es verdad?
--¡Oh, sí, señora!
--En casa todos tendríamos mucho placer... ¡supongo que todos!
¿Quiere que consultemos?--se sonrió con maternal burla.
--¡Oh, con toda el alma!--repuso Nébel.
--¡Lidia! ¡Ven un momento! Hay aquí una persona a quien conoces.
Nébel había sido visto ya por ella; pero no importaba.
Lidia llegó cuando él estaba de pie. Avanzó a su encuentro, los ojos
centelleantes de dicha, y le tendió un gran ramo de violetas, con

adorable torpeza.
--Si a usted no le molesta--prosiguió la madre--podría venir todos
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