su serenidad. Pero en cambio ¡qué encanto! 
--¡Qué encanto!--se repetía pensando en aquel rayo de luz, flor y carne 
femenina que había llegado a él desde el carruaje. Se reconocía real y 
profundamente deslumbrado--y enamorado, desde luego. 
¡Y si ella lo quisiera!... ¿Lo querría? Nébel, para dilucidarlo, confiaba 
mucho más que en el ramo de su pecho, en la precipitación aturdida 
con que la joven había buscado algo para darle. Evocaba claramente el 
brillo de sus ojos cuando lo vió llegar corriendo, la inquieta espectativa 
con que lo esperó, y--en otro orden, la morbidez del joven pecho, al 
tenderle el ramo. 
¡Y ahora, concluído! Ella se iba al día siguiente a Montevideo. ¿Qué le 
importaba lo demás, Concordia, sus amigos de antes, su mismo padre? 
Por lo menos iría con ella hasta Buenos Aires. 
Hicieron, efectivamente, el viaje juntos, y durante él, Nébel llegó al 
más alto grado de pasión que puede alcanzar un romántico muchacho 
de 18 años, que se siente querido. La madre acogió el casi infantil idilio 
con afable complacencia, y se reía a menudo al verlos, hablando poco, 
sonriendo sin cesar, y mirándose infinitamente. 
La despedida fué breve, pues Nébel no quiso perder el último vestigio 
de cordura que le quedaba, cortando su carrera tras ella.
Volverían a Concordia en el invierno, acaso una temporada. ¿Iría él? 
"¡Oh, no volver yo!" Y mientras Nébel se alejaba, tardo, por el muelle, 
volviéndose a cada momento, ella, de pecho sobre la borda, la cabeza 
un poco baja, lo seguía con los ojos, mientras en la planchada los 
marineros levantaban los suyos risueños a aquel idilio--y al vestido, 
corto aún, de la tiernísima novia. 
 
#Verano# 
El 13 de junio Nébel volvió a Concordia, y aunque supo desde el 
primer momento que Lidia estaba allí, pasó una semana sin inquietarse 
poco ni mucho por ella. Cuatro meses son plazo sobrado para un 
relámpago de pasión, y apenas si en el agua dormida de su alma, el 
último resplandor alcanzaba a rizar su amor propio. Sentía, sí, 
curiosidad de verla. Pero un nimio incidente, punzando su vanidad, lo 
arrastró de nuevo. El primer domingo, Nébel, como todo buen chico de 
pueblo, esperó en la esquina la salida de misa. Al fin, las últimas acaso, 
erguidas y mirando adelante, Lidia y su madre avanzaron por entre la 
fila de muchachos. 
Nébel, al verla de nuevo, sintió que sus ojos se dilataban para sorber en 
toda su plenitud la figura bruscamente adorada. Esperó con ansia casi 
dolorosa el instante en que los ojos de ella, en un súbito resplandor de 
dichosa sorpresa, lo reconocerían entre el grupo. 
Pero pasó, con su mirada fría fija adelante. 
--Parece que no se acuerda más de ti--le dijo un amigo, que a su lado 
había seguido el incidente. 
--¡No mucho!--se sonrió él.--Y es lástima, porque la chica me gustaba 
en realidad. 
Pero cuando estuvo solo se lloró a sí mismo su desgracia. ¡Y ahora que 
había vuelto a verla! ¡Cómo, cómo la había querido siempre, él que 
creía no acordarse más! ¡Y acabado! ¡Pum, pum, pum!--repetía sin 
darse cuenta, con la costumbre del chico.--¡Pum! ¡todo concluído!
De golpe: ¿Y si no me hubiera visto?... ¡Claro! ¡pero claro! Su rostro se 
animó de nuevo, acogiéndose con plena convicción a una probabilidad 
como esa, profundamente razonable. 
A las tres golpeaba en casa del doctor Arrizabalaga. Su idea era 
elemental: consultaría con cualquier mísero pretexto al abogado, y 
entretanto acaso la viera. Una súbita carrera por el patio respondió al 
timbre, y Lidia, para detener el impulso, tuvo que cogerse 
violentamente a la puerta vidriera. Vió a Nébel, lanzó una exclamación, 
y ocultando con sus brazos la liviandad doméstica de su ropa, huyó más 
velozmente aún. 
Un instante después la madre abría el consultorio, y acogía a su antiguo 
conocido con más viva complacencia que cuatro meses atrás. Nébel no 
cabía en sí de gozo, y como la señora no parecía inquietarse por las 
preocupaciones jurídicas de Nébel, éste prefirió también un millón de 
veces tal presencia a la del abogado. 
Con todo, se hallaba sobre ascuas de una felicidad demasiado ardiente 
y, como tenía 18 años, deseaba irse de una vez para gozar a solas, y sin 
cortedad, su inmensa dicha. 
--¡Tan pronto, ya!--le dijo la señora.--Espero que tendremos el gusto de 
verlo otra vez... ¿No es verdad? 
--¡Oh, sí, señora! 
--En casa todos tendríamos mucho placer... ¡supongo que todos! 
¿Quiere que consultemos?--se sonrió con maternal burla. 
--¡Oh, con toda el alma!--repuso Nébel. 
--¡Lidia! ¡Ven un momento! Hay aquí una persona a quien conoces. 
Nébel había sido visto ya por ella; pero no importaba. 
Lidia llegó cuando él estaba de pie. Avanzó a su encuentro, los ojos 
centelleantes de dicha, y le tendió un gran ramo de violetas, con
adorable torpeza. 
--Si a usted no le molesta--prosiguió la madre--podría venir todos    
    
		
	
	
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