humildes, esperando quien les compre la 
cosecha, arrancada a una tierra ingrata en fuerza de arañar todo un año 
sus entrañas sin jugo. 
Doña Manuela comenzó sus compras, emprendiendo con las 
vendedoras una serie de feroces regateos, más por costumbre que por 
economía. Nelet, levantando las tapas de la cesta, iba arreglando en el 
interior los manojos de frescas hortalizas, mientras la señora no dejaba 
tranquilo un solo instante su limosnero, pagando en piezas de plata y 
recibiendo con repugnancia calderilla verdosa y mugrienta. 
Ya estaba agotado el artículo de verduras; ahora a otra cosa. Y 
atravesando el arroyo, pasaron a la acera de enfrente, a la del Principal, 
donde estaban los vendedores del casquijo, ¡Vaya un estrépito de mil 
diablos! Bien se conocía la proximidad de las escalerillas de San Juan, 
con sus lóbregas cuevas, abrigo de los ruidosos hojalateros. Un 
martilleo estridente, un incesante trac-trac del latón aporreado salía de 
cada una de las covachuelas, cuyas entradas lóbregas, empavesadas con 
candiles y farolillos, alcuzas y coberteras, todo nuevo, limpio y 
brillante, recordaban las lorigas de aceradas escamas de los legionarios 
romanos. 
Doña Manuela huyó de este estrépito, que la ponía nerviosa; pero antes
de llegar al Principal hubo de detenerse entre sorprendida y medrosa. 
En el arroyo, la gente se arremolinaba gritando; algunos reían y otros 
lanzaban exclamaciones indecentes, chasqueando la lengua como si se 
tratara de una riña de perros. Asustada en el primer momento por las 
ondulaciones violentas de la muchedumbre que llegaban hasta ella, no 
sabía si huir u obedecer a su curiosidad, que la retenía inmóvil. ¿Qué 
era aquello...? ¿Se pegaban? La multitud abrió paso, y veloces, con 
ciego impulso, como espoleadas por el terror, pasaron una docena de 
muchachas despeinadas, greñudas, en chancleta, con la sucia faldilla 
casi suelta y llevando en sus manos, extendidas instintivamente para 
abatir obstáculos, un par de medias de algodón, tres limones, unos 
manojos de perejil, peines de cuerno, los artículos, en fin, que pueden 
comprarse con pocos céntimos en cualquier encrucijada. Aquel rebaño 
sucio, miserable y asustado, con la palidez del hambre en las carnes y la 
locura del terror en los ojos, era la piratería del Mercado, los parias que 
estaban fuera de la ley, los que no podían pagar al Municipio la licencia 
para la venta, y al distinguir a lo lejos la levita azul y la gorra dorada 
del alguacil, avisábanse con gritos instintivos, como los rebaños al 
presentir el peligro, y emprendían furiosa carrera, empujando a los 
transeúntes, deslizándose entre sus piernas, cayendo para levantarse 
inmediatamente, abriendo agujeros en la masa humana que obstruía la 
plaza. La gente reía ante esta desbandada al galope, celebrando la 
persecución del alguacil. Nadie comprendía lo que era para aquellas 
infelices la pérdida de su mísera mercancía, la desesperada vuelta al 
tugurio paterno, donde aguardaba la madre dispuesta a incautarse del 
par de reales de ganancia o a administrar una paliza. 
Doña Manuela también rió un poco, siguiendo con la vista la ruidosa 
persecución que se alejaba, y entró después en el mercado de casquijo, 
buscando las golosinas silvestres que la gente rumia con fruición en 
Navidad, olvidándolas durante el resto del año. Los puestos de venta 
llegaban hasta las mismas puertas del Principal; los compradores 
codeábanse con el centinela, y los dos oficiales de la guardia, con las 
manos metidas en el capote y las piernas golpeadas por el inquieto 
sable, paseaban por entre el gentío buscando caras bonitas. 
Andábase con dificultad, temiendo meter el pie en las esteras de esparto
redondas y de altos bordes, en las cuales amontonábanse, formando 
pirámide, las lustrosas castañas de color de chocolate y las avellanas, 
que exhalaban el acre perfume de los bosques. Las nueces lanzaban en 
sus sacos un alegre cloc-cloc cada vez que la mano del comprador las 
removía para apreciar su calidad; y un poco más adentro, como un 
tesoro difícil de guardar, estaba en pequeños sacos la aristocracia del 
casquijo, las bellotas dulzonas, atrayendo las miradas de los golosos. 
Acababa de hacer su compra doña Manuela, cuando hubo de volver la 
cabeza sintiendo en la espalda una amistosa palmada. 
Era un señor entrado en años, con un sombrero de cuadrada copa, de 
forma tan rara, que debía pertenecer a una moda remota, si es que tal 
moda había existido. Iba embozado en una capa vieja, por bajo de la 
cual asomaba una esportilla de compras, y por encima del embozo de 
raído terciopelo mostrábase su rostro lleno y colorado, en el que los 
detalles más salientes, aparte de las arrugas, eran un bigote de cepillo y 
unas cejas canosas, tan oblicuas, que hacían recordar los chinos de los 
abanicos. 
--¡Juan!--exclamó doña Manuela. 
Visanteta dio con un codo al cochero y le habló al oído. Era don Juan, 
el hermano de la señora, aquel de quien todos hablaban    
    
		
	
	
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