abuela de sus hijas y para sentir una 
indefinible satisfacción cuando en la calle echaban una flor descarriada 
a su garbo de buena moza. 
En cambio, su criada era poco sensible a la galantería callejera. 
Acogíala con un gesto de rústico desprecio, un fruncimiento de labios 
desdeñoso: algo que mostrase la indignación de una castidad hasta la 
rudeza, la insolencia de una virtud salvaje. 
Doña Manuela pareció decidida por fin a lanzarse en el viviente oleaje 
de la plaza. 
--Vamos, Visanteta, no perdamos tiempo.... Tú, Nelet, marcha delante y 
abre paso. 
Y el cazurro Nelet, siempre con aire de fastidio, comenzó a andar 
hendiendo la muchedumbre al través, contestando dignamente con sus 
brazos de carretero a los codazos y empujones y cubriendo con su 
corpachón a la señora y la criada. 
La multitud, chocando cestas y capazos, arremolinábase en el arroyo 
central; dábanse tremendos encontrones los compradores; algunos, al 
mirar atrás, tropezaban rudamente con los mástiles de los toldos, y más 
de una vez, los que con el cesto de la compra a los pies regateaban 
tenazmente eran sorprendidos por el embate brutal y arrollador del 
agitado mar de cabezas. Algunos carros cargados de hortalizas 
avanzaban lentamente rompiendo la corriente humana, y al sonar el pito 
del tranvía que pasaba por el centro de la plaza, la gente apartábase 
lentamente, abriendo paso al jamelgo que tiraba del charolado coche, 
atestado de pasajeros hasta las plataformas. Sobre el zumbido confuso y 
monótono que producían los miles de conversaciones sostenidas a la 
vez en toda la plaza, destacábanse los gritos de los vendedores sin 
puesto fijo, agudos y rechinantes unos, como chillido de pájaro 
pedigüeño, graves y foscos otros, como si ofreciesen la mercancía con
mal humor. 
En medio de este continuo pregonar, entre la descarga de ofertas a grito 
pelado, destacábanse algunas voces melancólicas y tímidas ofreciendo 
«¡medias y calcetines!». Eran los sencillos aragoneses, golondrinas de 
invierno que, al caer las primeras nieves que dejan el campo muerto y 
el hogar sin pan, levantan el vuelo con su cargamento de lana, y desde 
el fondo de la provincia de Teruel llegan, a Valencia, ofreciendo lo que 
la familia fabrica durante el año. Eran los seres pacienzudos, 
honradotes y laboriosos a quienes la insolencia valenciana designa con 
el apodo de churros, título entre compasivo e infamante. Robustos, 
cargados de espalda, con la cabeza inclinada como signo de perpetua 
esclavitud y miseria, vélaseles pasar lentamente con su traje de paño 
burdo, estrecho pañizuelo arrollado a las sienes, y entre éste y el abierto 
cuello de la camisa el rostro rojizo, agrietado y lustroso, con espesas 
cejas y ojillos de inocente malicia. Colgando de los brazos o en el 
fondo de dos bolsones de lienzo, llevaban las medias de lana burda y 
asfixiante, los calcetines ásperos que un puñal no podría atravesar. Es el 
capital de su familia; lo que la mujer y las hijas han hecho unas veces al 
sol, guardando las ovejas, y otras de noche, junto a los sarmientos 
humeantes de la cocina. En la venta del burdo género están las patatas y 
el pan para todo el año; y soñando con la inmensa felicidad de volver a 
casa con una docena de duros, zapatos para las hijas y un refajo para la 
mujer, pasean tristes y resignados por entre el gentío, lanzando a cada 
minuto su grito melancólico como una queja: «¡Medias y calcetines...! 
¡el mediero!» 
Doña Manuela iba mal por el arroyo. Causábanle náuseas los carros 
repletos del estiércol recogido en los puntos de venta: hortalizas 
pisoteadas, frutas podridas, todo el fermento de un mercado en el que 
siempre hay sol. 
--Vamos a la acera--dijo a sus criados--. Compraremos primero las 
verduras. 
Y subieron a la acera de la Lonja, pasando por entre los grupos de gente 
menuda que, con un dedo en la boca o hurgándose las narices, 
contemplaba respetuosamente los pastorcillos de Belén y los Reyes
Magos hechos de barro y colorines, estrellas de latón con rabo, 
pesebres con el Niño Jesús, todo lo necesario, en fin, para arreglar un 
Nacimiento. 
Doña Manuela marchaba por el estrecho callejón que formaban las 
huertanas, sentadas en silletas de esparto, teniendo en el regazo la 
mugrienta balanza, y sobre los cestos, colocados boca abajo, las frescas 
verduras. Allí, los obscuros manojos de espinacas; las grandes coles, 
como rosas de blanca y rizada blonda encerradas en estuches de hojas; 
la escarola con tonos de marfil; los humildes nabos de color de tierra, 
erizados todavía de sutiles raíces semejantes a canas; los apios, 
cabelleras vegetales, guardando en sus frescas bucles el viento de los 
campos, y los rábanos, encendidos, destacándose como gotas de sangre 
sobre el mullido lecho de hortalizas. Más allá, filas de sacos mostrando 
por sus abiertas bocas las patatas de Aragón, de barnizada piel, y tras 
ellos los churros, cohibidos y    
    
		
	
	
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