entradas de embudo, compuestas de atrevidos arcos ojivales, 
entre los que corretean en interminable procesión grotescas figurillas de
hombres y animales en todas las posiciones estrambóticas que pudo 
discurrir la extraviada imaginación de los artistas medievales; en las 
esquinas, ángeles de pesada y luenga vestidura, diadema bizantina y 
alas de menudo plumaje, sustentando con visible esfuerzo los escudos 
de las barras de Aragón y las enroscadas cintas con apretados caracteres 
góticos de borrosas inscripciones; arriba, en el friso, bajo las gárgolas 
de espantosa fealdad que se tienden audazmente en el espacio con la 
muda risa del aquelarre, todos los reyes aragoneses en laureados 
medallones, con el casco de aletas sobre el perfil enérgico, feroz y 
barbudo; y rematando la robusta fábrica, en la que alternan los bloques 
ásperos con los escarolados y encajes del cincel, la apretada rúa de 
almenas cubiertas con la antigua corona real. 
Frente a la Lonja, el Principal, pobrísimo edificio, mezquino cuerpo de 
guardia, por cuya puerta pasea el centinela arma al brazo, con aire 
aburrido, rozando con su bayoneta a los soldados libres de servicio, que 
digieren el insípido rancho contemplando el oleaje de alimentos que se 
extiende por la plaza. Más allá, sobre el revoltijo de toldos, el tejado de 
cinc del mercadillo de las flores; a la derecha, las dos entradas de los 
pórticos del Mercado Nuevo, con las chatas columnas pintadas de 
amarillo rabioso; en el lado opuesto, la calle de las Mantas, como un 
portalón de galera antigua, empavesada con telas ondeantes y 
multicolores que las tiendas de ropas cuelgan como muestra de los altos 
balcones; en torno de la plaza, cortados por las bocacalles, grupos de 
estrechas fachadas, balcones aglomerados, paredes con rótulos, y en 
todos los pisos bajos, tiendas de comestibles, ropas, drogas y bebidas, 
luciendo en las puertas, como título del establecimiento, cuantos santos 
tiene la corte celestial y cuantos animales vulgares guarda la escala 
zoológica. 
En este ancho espacio, que es para Valencia vientre y pulmón a un 
tiempo, el día de Nochebuena reinaba una agitación que hacía subir 
hasta más arriba de los tejados un sordo rumor de colosal avispero. 
La plaza, con sus puestos de venta al aire libre, sus toldos viejos, 
temblones al menor soplo del viento, y bañados por el rojo sol con una 
transparencia acaramelada, sus vendedores vociferantes, su cielo azul
sin nube alguna, su exceso de luz que lo doraba todo a fuego, desde los 
muros de la Lonja a los cestones de caña de las verduleras, y su vaho de 
hortalizas pisoteadas y frutas maduras prematuramente por una 
temperatura siempre cálida, hacía recordar las ferias africanas, un 
mercado marroquí con su multitud inquieta, sus ensordecedores gritos y 
el nervioso oleaje de los compradores. 
Doña Manuela contemplaba con fruición este espectáculo. Tachábase 
en su interior de poco distinguida; pero... ¡qué remedio! por más que 
ella tomase a empeño el transformarse, y obedeciendo a las niñas 
revistiera un empaque de altiva señoría, siempre conservaba 
amortiguados y prontos a manifestarse los gustos y aficiones de la 
antigua tendera que había pasado lo mejor de su juventud en la plaza 
del Mercado. ¡Qué tiempos tan dichosos los transcurridos siendo ella 
dueña de la tienda de Las Tres Rosas! Si el dinero es la felicidad, nunca 
había tenido tanta como en los últimos años que pasó entre mantas e 
indianas, sedas y percalinas, arrullada a todas horas por el estrépito del 
Mercado y viendo por las mañanas, al levantarse, el _pardalót_ de San 
Juan. 
Y obsesionada por estos recuerdos, doña Manuela permanecía inmóvil 
en la esquina, como asustada por el gentío, sin fijarse en las miradas 
poco respetuosas que alguno que otro transeúnte le dirigía. 
Estaba próxima a los cincuenta años, según confesión que varias veces 
hizo a sus hijas; pero era tan arrogante y bien plantada, unía a su 
elevada estatura tal opulencia de formas, que todavía causaba cierta 
ilusión, especialmente a los adolescentes, que con la extravagancia del 
deseo hambriento sienten ante los desbordamientos e hinchazones de la 
hermosura en decadencia la admiración que niegan a la frescura esbelta 
y juvenil. 
La mitad de los polvos y menjurjes que sus niñas tenían en el tocador 
los consumía la mamá, que en la madurez de su vida comenzó a saber 
como se agrandan los ojos por medio de las rayas negras, cómo se da 
color a las mejillas cuando éstas adquieren un fúnebre tinte de 
membrillo, y cómo se combate el vello traidor que alevosamente asoma 
en el labio y en la barba cual película de melocotón, convirtiéndose
después en espantosas cerdas. Acicalábase como una niña, guardando 
con su cuerpo atenciones que no había tenido en su juventud. ¿Para 
quién se arreglaba? Ni ella misma lo sabía. Era puro deseo de retardar 
en apariencia la llegada de la vejez; precauciones, según propia 
afirmación, para no parecer la    
    
		
	
	
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