Ariel | Page 8

José Enrique Rodó
fiesta inextinguible...
Pero dentro, muy dentro; aislada del alcázar ruidoso por cubiertos
canales, oculta a la mirada vulgar--como la «perdida iglesia» de Uhland
en lo esquivo del bosque--al cabo de ignorados senderos, una
misteriosa sala se extendía, en la que a nadie era lícito poner la planta,
sino al mismo rey, cuya hospitalidad se trocaba en sus umbrales en la
apariencia de ascético egoísmo. Espesos muros la rodeaban. Ni un eco
del bullicio exterior, ni una nota escapada al concierto de la Naturaleza,
ni una palabra desprendida de labios de los hombres, lograban traspasar
el espesor de los sillares de pórfido y conmover una onda del aire en la
prohibida estancia. Religioso silencio velaba en ella la castidad del aire
dormido. La luz, que tamizaban esmaltadas vidrieras, llegaba lánguida,
medido el paso por una inalterable igualdad, y se diluía, como copo de
nieve que invade un nido tibio, en la calma de un ambiente
celeste.--Nunca reinó tan honda paz; ni en oceánica gruta, ni en soledad
nemorosa.--Alguna vez--cuando la noche era diáfana y tranquila--,
abriéndose a modo de dos valvas de nácar la artesonada techumbre,

dejaba cernerse en su lugar la magnificencia de las sombras serenas. En
el ambiente flota como una onda indisipable la casta esencia del
nenúfar, el perfume sugeridor del adormecimiento penseroso y de la
contemplación del propio ser. Graves cariátides custodiaban las puertas
de marfil en la actitud del cilenciario. En los testeros, esculpidas
imágenes hablaban de idealidad, de ensimismamiento, de reposo...--Y
el viejo rey aseguraba que, aun cuando a nadie fuera dado acompañarle
hasta allí, su hospitalidad seguía siendo en el misterioso seguro tan
generosa y grande como siempre, sólo que los que él congregaba dentro
de sus muros discretos eran convidados impalpables y huéspedes
sutiles. En él soñaba, en él se libertaba de la realidad, el rey legendario;
en él sus miradas se volvía a lo interior y se bruñían en la meditación
sus pensamientos como las guijas lavadas por la espuma; en él se
desplegaban sobre su noble frente las blancas alas de Psiquis... Y luego,
cuando la muerte vino a recordarle que él no había sido sino un
huésped más en su palacio, la impenetrable estancia quedó clausurada y
muda para siempre; para siempre abismada en su reposo infinito; nadie
la profanó jamás, porque nadie hubiera osado poner la planta
irreverente allí donde el viejo rey quiso estar solo con sus sueños y
aislado en la última Thule de su alma.
Yo doy al cuento el escenario de vuestro reino interior. Abierto con una
saludable liberalidad, como la casa del monarca confiado, a todas las
corrientes del mundo, existía en él, al mismo tiempo, la celda escondida
y misteriosa que desconozcan los huéspedes profanos y que a nadie
más que a la razón serena pertenezca. Sólo cuando penetréis dentro del
inviolable seguro podréis llamaros, en realidad, hombres libres. No lo
son quienes, enajenando incesantemente el dominio de sí a favor de la
desordenada pasión o el interés utilitario, olvidan que, según el sabio
precepto de Montaigne, nuestro espíritu puede ser objeto de préstamo,
pero no de cesión.--Pensar, soñar, admirar: he ahí los nombres de los
sutiles visitantes de mi celda. Los antiguos los clasificaban dentro de su
noble inteligencia del ocio, que ellos tenían por el más elevado empleo
de una existencia verdaderamente racional, identificándolo con la
libertad del pensamiento emancipado de todo innoble yugo. El ocio
noble era la inversión del tiempo que oponían, como expresión de la
vida superior, a la actividad económica. Vinculando exclusivamente a

esa alta y aristocrática idea del reposo su concepción de la dignidad de
la vida, el espíritu clásico encuentra su corrección y su complemento en
nuestra moderna creencia en la dignidad del trabajo útil; y entrambas
atenciones del alma pueden componer, en la existencia individual, un
ritmo, sobre cuyo mantenimiento necesario nunca será inoportuno
insistir.--La escuela estoica, que iluminó el ocaso de la antigüedad
como por un anticipado resplandor del cristianismo, nos ha legado una
sencilla y conmovedora imagen de la salvación de la libertad interior,
aun en medio de los rigores de la servidumbre, en la hermosa figura de
Cleanto; de aquel Cleanto que, obligado a emplear la fuerza de sus
brazos de atleta en sumergir el cubo de una fuente y mover la piedra de
un molino, concedía a la meditación las treguas del quehacer miserable
y trazaba, con encallecida mano, sobre las piedras del camino, las
máximas oídas de labios de Zenón. Toda educación racional, todo
perfecto cultivo de nuestra naturaleza, tomarán por punto de partida la
posibilidad de estimular en cada uno de nosotros la doble actividad que
simboliza Cleanto.
Una vez más: el principio fundamental de vuestro desenvolvimiento,
vuestro lema en la vida, deben ser mantener la integridad de vuestra
condición humana. Ninguna función particular debe prevalecer jamás
sobre esa finalidad
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