una inimitable y encantadora mezcla de animación y de
serenidad, una primavera del espíritu humano, una sonrisa de la
historia.
En nuestros tiempos, la creciente complejidad de nuestra civilización
privaría de toda seriedad al pensamiento de restaurar esa armonía, sólo
posible entre los elementos de una graciosa sencillez. Pero dentro de la
misma complejidad de nuestra cultura; dentro de la diferenciación
progresiva de caracteres, de aptitudes, de méritos, que es la ineludible
consecuencia del progreso en el desenvolvimiento social, cabe salvar
una razonable participación de todos en ciertas ideas y sentimientos
fundamentales que mantengan la unidad y el concierto de la vida--en
ciertos intereses del alma, ante los cuales la dignidad del ser racional
no consiente la indiferencia de ninguno de nosotros.
Cuando el sentido de la utilidad material y el bienestar domina en el
carácter de las sociedades humanas con la energía que tiene en lo
presente, los resultados del espíritu estrecho y la cultura unilateral son
particularmente funestos a la difusión de aquellas preocupaciones
puramente ideales que, siendo objeto de amor para quienes les
consagran las energías más nobles y perseverantes de su vida, se
convierten en una remota, y quizá no sospechada región, para una
inmensa parte de los otros.--Todo género de meditación desinteresada,
de contemplación ideal, de tregua íntima, en la que los diarios afanes
por la utilidad cedan transitoriamente su imperio a una mirada noble y
serena tendida de lo alto de la razón sobre las cosas, permanece
ignorado, en el estado actual de las sociedades humanas, para millones
de almas civilizadas y cultas, a quienes la influencia de la educación o
la costumbre reduce al automatismo de una actividad, en definitiva,
material.--Y bien: este género de servidumbre debe considerarse la más
triste y oprobiosa de todas las condenaciones morales. Yo os ruego que
os defendáis, en la milicia de la vida, contra la mutilación de vuestro
espíritu por la tiranía de un objetivo único e interesado. No entreguéis
nunca a la utilidad o a la pasión, sino una parte de vosotros. Aun dentro
de la esclavitud material, hay la posibilidad de salvar la libertad interior:
la de la razón y el sentimiento. No tratéis, pues, de justificar, por la
absorción del trabajo o el combate, la esclavitud de vuestro espíritu.
Encuentro el símbolo de lo que debe ser nuestra alma en un cuento que
evoco de un empolvado rincón de mi memoria.--Era un rey patriarcal,
en el Oriente indeterminado e ingenuo donde gusta hacer nido la alegre
bandada de los cuentos. Vivía su reino la candorosa infancia de las
tiendas de Ismael y los palacios de Pilos. La tradición le llamó después,
en la memoria de los hombres, el rey hospitalario. Inmensa era la
piedad del rey. A desvanecerse en ella tendía, como por su propio peso,
toda desventura. A su hospitalidad acudían lo mismo por blanco pan el
miserable que el alma desolada por el bálsamo de la palabra que
acaricia. Su corazón reflejaba, como sensible placa sonora, el ritmo de
los otros. Su palacio era la casa del pueblo.--Todo era libertad y
animación dentro de este augusto recinto, cuya entrada nunca hubo
guardas que vedasen. En los abiertos pórticos formaban corro los
pastores cuando consagraban a rústicos conciertos sus ocios; platicaban
al caer la tarde los ancianos; y frescos grupos de mujeres disponían,
sobre trenzados juncos, las flores y los racimos de que se componía
únicamente el diezmo real. Mercaderes de Ofir, buhoneros de Damasco
cruzaban a toda hora las puertas anchurosas, y ostentaban en
competencia, ante las miradas del rey, las telas, las joyas, los perfumes.
Junto a su trono reposaban los abrumados peregrinos. Los pájaros se
citaban al mediodía para recoger las migajas de su mesa; y con el alba,
los niños llegaban en bandas bulliciosas al pie del lecho donde dormía
el rey de barba de plata y le anunciaban la presencia del sol.--Lo mismo
a los seres sin ventura que a las cosas sin alma alcanzaba su liberalidad
infinita. La Naturaleza sentía también la atracción de su llamado
generoso; vientos, aves y plantas parecían buscar--como en el mito de
Orfeo y en la leyenda de San Francisco de Asís--, la amistad humana en
aquel oasis de hospitalidad. Del germen caído al acaso, brotaban y
florecían, en las junturas de los pavimentos y los muros, los alhelíes de
las ruinas, sin que una mano cruel los arrancase ni los hollara un pie
maligno. Por las francas ventanas se tendían al interior de las cámaras
del rey las enredaderas osadas y curiosas. Los fatigados vientos
abandonaban largamente sobre el alcázar real su carga de aromas y
armonías. Empinándose desde el vecino mar, como si quisieran ceñirle
en un abrazo, le salpicaban las olas con su espuma. Y una libertad
paradisial, una inmensa reciprocidad de confianzas, mantenían por
dondequiera la animación de una

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