Ariel | Page 9

José Enrique Rodó
suprema. Ninguna fuerza aislada puede satisfacer
los fines racionales de la existencia individual, como no puede producir
el ordenado concierto de la existencia colectiva. Así como la
deformidad y el empequeñecimiento son, en el alma de los individuos,
el resultado de un exclusivo objeto impuesto a la acción y un solo
modo de cultura, la falsedad de lo artificial vuelve efímera la gloria de
las sociedades que han sacrificado el libre desarrollo de su sensibilidad
y su pensamiento, ya a la actividad mercantil, como en Fenicia; ya a la
guerra, como en Esparta; ya al misticismo, como en el terror del
milenario; ya a la vida de sociedad y de salón, como en la Francia del
siglo XVIII.--Y preservándoos contra toda mutilación de vuestra
naturaleza moral; aspirando a la armoniosa expansión de vuestro ser en
todo noble sentido, pensad al mismo tiempo en que la más fácil y
frecuente de las mutilaciones es, en el carácter actual de las sociedades
humanas, la que obliga al alma a privarse de ese género de vida interior,
donde tienen su ambiente propio todas las cosas delicadas y nobles que,

a la intemperie de la realidad, quema el aliento de la pasión impura y el
interés utilitario proscribe: la vida de que son parte la meditación
desinteresada, la contemplación ideal, el ocio antiguo, la impenetrable
estancia de mi cuento.
* * *
Así como el primer impulso de la profanación será dirigirse a lo más
sagrado del santuario, la regresión vulgarizadora contra la que os
prevengo comenzará por sacrificar lo más delicado del espíritu.--De
todos los elementos superiores de la existencia racional es el
sentimiento de lo bello, la visión clara de la hermosura de las cosas, el
que más fácilmente marchita la aridez de la vida limitada a la invariable
descripción del círculo vulgar, convirtiéndole en el atributo de una
minoría que lo custodia, dentro de cada sociedad humana, como el
depósito de un precioso abandono. La emoción de belleza es al
sentimiento de las idealidades como el esmalte del anillo. El efecto del
contacto brutal por ella empieza fatalmente, y es sobre ella como obra
de modo más seguro. Una absoluta indiferencia llega a ser, así, el
carácter normal, con relación a lo que debiera ser universal amor de las
almas. No es más intensa la estupefacción del hombre salvaje en
presencia de los instrumentos y las formas materiales de la civilización,
que la que experimenta un número relativamente grande de hombres
cultos frente a los actos en que se revele el propósito y el hábito de
conceder una seria realidad a la relación hermosa de la vida.
El argumento del apóstol traidor ante el vaso de nardo derramado
inútilmente sobre la cabeza del Maestro, es, todavía, una de las
fórmulas del sentido común. La superfluidad del arte no vale para la
masa anónima los trescientos denarios. Si acaso la respeta, es como a
un culto esotérico. Y, sin embargo, entre todos los elementos de
educación humana que pueden contribuir a formar un amplio y noble
concepto de la vida, ninguno justificaría más que el arte un interés
universal, porque ninguno encierra--según la tesis desenvuelta en
elocuentes páginas de Schiller--la virtualidad de una cultura más
extensa y completa, en el sentido de prestarse a un acordado estímulo
de todas las facultades del alma.

Aunque el amor y la admiración de la belleza no respondiesen a una
noble espontaneidad del ser racional y no tuvieran con ello suficiente
valor para ser cultivados por sí mismos, sería un motivo superior de
moralidad el que autorizaría a proponer la cultura de los sentimientos
estéticos, como un alto interés de todos. Si a nadie es dado renunciar a
la educación del sentimiento moral, este deber trae implícito el de
disponer el alma para la clara visión de la belleza. Considerad al
educado sentido de lo bello el colaborador más eficaz en la formación
de un delicado instinto de justicia. La dignificación, el ennoblecimiento
interior, no tendrán nunca artífice más adecuado. Nunca la criatura
humana se adherirá de más segura manera al cumplimiento del deber
que cuando, además de sentirle como una imposición, le sienta
estéticamente como una armonía. Nunca ella será más plenamente
buena que cuando sepa, en las formas con que se manifieste
activamente su virtud, respetar en los demás el sentimiento de lo
hermoso.
Cierto es que la santidad del bien purifica y ensalza todas las groseras
apariencias. Puede él, indudablemente, realizar su obra sin darle el
prestigio exterior de la hermosura. Puede el amor caritativo llegar a la
sublimidad con medios toscos, desapacibles y vulgares. Pero no es sólo
más hermosa, sino mayor, la caridad que anhela transmitirse en las
formas de lo delicado y lo selecto; porque ella añade a sus dones un
beneficio más, una dulce e inefable caricia que no se substituye
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