cierta novelista
inglesa contemporánea ha resumido en un solo carácter todas las penas
y todas las inquietudes ideales de varias generaciones, para
solucionarlas en un supremo desenlace de serenidad y amor.
¿Madurará en la realidad esa esperanza? Vosotros, los que vais a pasar,
como el obrero en marcha a los talleres que le esperan, bajo el pórtico
del nuevo siglo, ¿reflejaréis quizá sobre el arte que os estudie imágenes
más luminosas y triunfales que las que han quedado de nosotros? Si los
tiempos divinos en que las almas jóvenes daban modelos para los
dialoguistas radiantes de Platón sólo fueron posibles en una breve
primavera del mundo; si es fuerza «no pensar en los dioses», como
aconseja la Forquias del segundo «Fausto» al coro de cautivas, ¿no nos
será lícito, a lo menos, soñar con la aparición de generaciones humanas
que devuelvan a la vida un sentido ideal, un grande entusiasmo; en las
que sea un poder el sentimiento; en las que una vigorosa resurrección
de las energías de la voluntad ahuyente, con heroico clamor, del fondo
de las almas, todas las cobardías morales que se nutren a los pechos de
la decepción y de la duda? ¿Será de nuevo la juventud una realidad de
la vida colectiva, como lo es de la vida individual?
Tal es la pregunta que me inquieta mirándoos. Vuestras primeras
páginas, las confesiones que nos habéis hecho hasta ahora de vuestro
mundo íntimo, hablan de indecisión y de estupor a menudo; nunca de
enervación, ni de un definitivo quebranto de la voluntad. Yo sé bien
que el entusiasmo es una surgente viva en vosotros. Yo sé bien que las
notas de desaliento y de dolor, que la absoluta sinceridad del
pensamiento--virtud todavía más grande que la esperanza--ha podido
hacer brotar de las torturas de vuestra meditación, en las tristes e
inevitables citas de la Duda, no eran indicio de un estado de alma
permanente ni significaron en ningún caso vuestra desconfianza
respecto de la eterna virtualidad de la Vida. Cuando un grito de
angustia ha ascendido del fondo de vuestro corazón, no lo habéis
sofocado antes de pasar por vuestros labios, con la austera y muda
altivez del estoico en el suplicio, pero lo habéis terminado con una
invocación al ideal que vendrá, con una nota de esperanza mesiánica.
Por lo demás, al hablaros del entusiasmo y la esperanza como de altas y
fecundas virtudes, no es mi propósito enseñaros a trazar la línea
infranqueable que separe el escepticismo de la fe, la decepción de la
alegría. Nada más lejos de mi ánimo que la idea de confundir con los
atributos naturales de la juventud, con la graciosa espontaneidad de su
alma, esa indolente frivolidad del pensamiento que, incapaz de ver más
que el motivo de un juego en la actividad, compra el amor y el contento
de la vida al precio de su incomunicación con todo lo que pueda hacer
detener el paso ante la faz misteriosa y grave de las cosas.--No es ese el
noble significado de la juventud individual, ni ese tampoco el de la
juventud de los pueblos.--Yo he conceptuado siempre vano el propósito
de los que constituyéndose en avizores vigías del destino de América,
en custodios de su tranquilidad, quisieran sofocar, con temeroso recelo,
antes de que llegase a nosotros, cualquiera resonancia del humano dolor,
cualquier eco venido de literaturas extrañas que, por triste o insano,
ponga en peligro la fragilidad de su optimismo.--Ninguna firme
educación de la inteligencia puede fundarse en el aislamiento
candoroso o en la ignorancia voluntaria. Todo problema propuesto al
pensamiento humano por la Duda; toda sincera reconvención que sobre
Dios o la Naturaleza se fulmine, del seno del desaliento y el dolor,
tienen derecho a que les dejemos llegar a nuestra conciencia y a que los
afrontemos. Nuestra fuerza de corazón ha de probarse aceptando el reto
de la Esfinge y no esquivando su interrogación formidable.--No
olvidéis, además, que en ciertas amarguras del pensamiento hay, como
en sus alegrías, la posibilidad de encontrar un punto de partida para la
acción; hay a menudo sugestiones fecundas. Cuando el dolor enerva,
cuando el dolor es la irresistible pendiente que conduce al marasmo o el
consejero pérfido que mueve a la abdicación de la voluntad, la filosofía
que le lleva en sus entrañas es cosa indigna de almas jóvenes. Puede
entonces el poeta calificarle de «indolente soldado que milita bajo las
banderas de la muerte». Pero cuando lo que nace del seno del dolor es
el anhelo varonil de la lucha para conquistar o recobrar el bien que él
nos niega, entonces es un acerado acicate de la evolución, es el más
poderoso impulso de la vida; no de otro modo que como el hastío, para
Helvecio, llega a ser la mayor y más preciosa de todas las prerrogativas
humanas, desde

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