de su 
follaje los árboles; enfriose el aire al compás del solemne y tristísimo 
crecimiento de las noches; soplaron céfiros asesinos, precursores de 
aguaceros y tormentas; los remolinos de hojas secas corrían por el suelo 
húmedo murmurando tristezas, y sobre todo derramaron llanto sin fin 
las nubes pardas, en tal manera que no parecía sino que en la superficie 
de la tierra había algo que debía ser para siempre borrado. 
Solos en su alojamiento, mal acompañados de una mediana lumbre, D. 
Benigno y su amigo pasaban los días. El enfermo, aunque postrado y 
sin movimiento, estaba casi siempre menos triste que el sano. Este, 
centinela en un sillón frente al hogar, reanimaba el fuego cuando se iba 
extinguiendo, y D. Benigno hacía revivir la conversación moribunda 
cuando Salvador la dejaba apagar con sus monosílabos o con su 
silencio. 
El tema más amado y más favorecido de Cordero era su familia, y no 
pasaba una hora sin que dijese: «¡qué hará en este momento el tunante 
de Juanillo Jacobo!» o bien: «¿habrá comprendido Sola, a pesar de mis 
precauciones, que me ha pasado desgracia?». Debe advertirse que 
nuestro buen señor había puesto singular empeño en que sus queridos 
hijos, su hermana y su amiga no se enterasen del triste motivo que en 
San Ildefonso le detenía, y por esto sus cartas todas parecían novelas, 
según las invenciones y mentiras de que iban llenas. Unas decían: 
«Esperadme ocho días más, porque si bien nuestro asunto está 
terminado, no quiero marcharme sin hacer una pequeña contrata de 
pinos, pues desde aquí oigo los gritos de la casa de los Cigarrales 
pidiéndome que la ensanche». Más adelante escribía: «Con estos 
malditos temporales no hay carricoche que se atreva con las Siete 
Revueltas», y una semana después se disculpaba así: «Un excelente 
amigo, que vive en la misma posada, ha caído en cama con tan fuerte 
pulmonía que no me es posible abandonarle en este solitario pueblo. 
Esperadme unos pocos días y rogad a Dios por el enfermo».
Así les engañaba, dando tiempo al tiempo, hasta que llegara el de la 
soldadura del hueso, la cual venía con la tardanza que es natural, 
impacientando tanto al buen hombre que a ratos no podía contener su 
impaciencia y daba puñadas sobre la cama diciendo: «Esto no se puede 
aguantar. Soldada o sin soldar, señora pierna, usted tendrá que ponerse 
en polvorosa para Madrid la semana que viene». 
Salvador no se apartaba de su amigo ni de noche ni de día. Unas veces 
hablaban de política, empezando D. Benigno de este modo: «¿Cree 
usted que ese pobre Sr. Zea tendrá buena mano para el timón de la nave 
del Estado?». 
La enojosa permanencia y quietud en el lecho le ocasionaba insomnios 
frecuentes, cuando no letargos breves y febriles, acompañados de 
pesadillas o alucinaciones. A veces despertaba de súbito bañado en 
sudor, y exclamaba pasándose la mano por los ojos:--Jesús me valga y 
la Santa Virgen del Sagrario, ¡qué sueño he tenido! Me parecía estar 
viendo a Juanillo Jacobo rodando por un precipicio negro, mientras la 
pobre Sola, atada por los cabellos a la cola de un brioso caballo.... No 
lo quiero contar porque me parece que lo veo otra vez.... ¡Cuándo 
volveré a vuestro lado, queridos de mi corazón, para que con el placer 
de veros se acabe el suplicio de soñaros! 
Una noche observó Salvador que daba el enfermo un gran suspiro, y 
despertando acongojadísimo parecía reconocer la realidad de las cosas, 
medio seguro de espantar las embusteras percepciones del sueño. 
--Es todo mentira, Sr. D. Benigno--le dijo Monsalud riendo--. Ánimo. 
--¡Ay, Dios mío! ¡qué sueño!--exclamó el de Boteros--. Todavía me 
duran la angustia y el mortal frío que sentí. Figúrese usted, señor mío, 
que me acercaba a mi casa de los Cigarrales, y la visión era tan perfecta 
que todo estaba delante de mí claro, vivo, verdadero. Una soledad 
tristísima envolvía mi finca. Ni mis hijos, ni mis criados aparecían por 
ninguna parte.... Me acerco más, miro a las ventanas y las ventanas me 
miran con ceño. De pronto veo que aparece Sola por la puerta de la 
huerta; doy un paso hacia ella, me mira con semblante frío, serio como 
el de una estatua, mueve su cabeza como diciendo no, no. Luego, señor
D. Salvador, me dice adiós con la mano derecha, y se aleja, huye, 
desaparece, se disipa como una sombra entre los almendros.... Me 
quedo yerto, miro a mi casa y mi casa... créalo usted... se echa a reír... 
yo no sé cómo era esto; pero lo cierto es que ella se reía, se reía.... 
--Y ahora nos reímos nosotros. 
--¡Bendito sea Dios! ¿qué será esto del soñar? ¿Anunciarán los sueños 
realidades? ¿Estas horribles mentiras traerán consigo algo que con la 
misma verdad se relacione? Ello es que la pobre Sola no se aparta    
    
		
	
	
	Continue reading on your phone by scaning this QR Code
 
	 	
	
	
	    Tip: The current page has been bookmarked automatically. If you wish to continue reading later, just open the 
Dertz Homepage, and click on the 'continue reading' link at the bottom of the page.
	    
	    
