violencia. El abuelo de Roussel, general del primer 
imperio, había recibido de Napoleón primero el título de Barón después 
de la campaña de 1813, en la cual se había portado como un héroe. El 
barón Roussel había constituído un mayorazgo de diez mil francos de 
renta y añadido á su título el nombre de la tierra de Pontournant. Su 
hijo, que en tiempo de Luis Felipe se había dedicado á la industria, 
creyó oportuno llamarse sencillamente Roussel, y Fortunato, 
continuador de los negocios y partícipe de los escrúpulos de su padre, 
dejaba en el olvido su título nobiliario. Ni la más insignificante enseña 
de nobleza; ni el más pequeño _de_; nada de Pontournant; Roussel á 
secas; ¡el bello Roussel! y aun, para los íntimos, ¡Roussel el menor! Y 
él se reía de eso; ¡horror! 
Á Clementina ese olvido no le hacía gracia ninguna. El título de Barón, 
y ese nombre con rastrillo, con barbacana y con torres almenadas, 
Pontournant, le fascinaba por su aire de la edad media y hubiera 
querido llevarle. Ser baronesa de Pontournant con los ochenta mil 
francos de renta del tío Guichard, con más la fortuna de su primo y la 
suya; ¡qué sueño! ¡Y este Fortunato, poco complaciente, no quería que 
se le hablase de tal asunto! se burlaba de las veleidades aristocráticas de 
Clementina y no quería absolutamente proporcionarse el ridículo de 
convertirse en barón de Pontournant á los cuarenta años y siendo un 
notable comerciante, condecorado bajo el sencillo nombre de Roussel. 
Cuanto mayor era su repugnancia á satisfacer ese deseo de su futura,
más grande se hacía el ardor con que ésta se empeñaba en imponérsele. 
Discutiendo el pro y el contra del escudo nobilario habían roto ya 
algunas lanzas y de esto vino todo el mal. Clementina, rechazada con 
ironía, se había batido prudentemente en retirada; pero una retirada no 
es una derrota para quien posee una voluntad decidida y nuestra heroína 
acechaba una ocasión de volver victoriosamente á la carga. Fortunato 
Roussel acababa de ser nombrado capitán de la Guardia Nacional de 
caballería, cuerpo aristocrático en el que procuraban servir entonces 
todos los elegantes de París. Al felicitarle por su nombramiento, 
Clementina dijo á su primo: 
--Ya estás enteramente metido en honores.... 
Serás recibido por el Emperador en las Tullerías.... Te estoy viendo 
entrar en gran uniforme.... Estarás magnífico. Pero ¡cuánto mejor sería 
el efecto si al entrar te anunciasen: "¡El señor capitán barón de 
Pontournant!..." 
--¡Bah! dijo el novio. El capitán Roussel suena muy bien. 
--Sería de muy buen gusto volver á llevar el nombre de una ilustración 
del primer imperio.... 
--Mi abuelo no pondría buena cara á un miembro de la caballería ligera 
de la burguesía parisiense.... 
--Que podría entrar en la aristocracia tan fácilmente. 
--¡Bonita ventaja! 
--Un bonito nombre cuadra muy bien á un hombre arrogante. 
--Prima, ¡tú te propasas! 
--Pero, en fin, ¿á qué viene ese empeño de no llevar tu nombre? 
--Porque yo soy un hombre de negocios. 
--Déjalos. 
--Dios mío, ¿y en qué pasaré mi tiempo? 
--En ocuparte de mí. 
Á estas palabras siguió un largo silencio, como si Roussel hubiera 
estado midiendo todo el fastidio de semejante proposición y la señorita 
Guichard calculando toda su inverosimilitud. Por fin, Clementina 
reanudó la primera la conversación y dijo: 
--¿Por tan fútil motivo vas á causarme una pena seria? 
--Mi motivo no es más fútil que tu deseo. 
--¿Tan testarudo eres? 
--¿Y tú tan vanidosa?
--¡Tan desgraciado serías por haberme hecho baronesa! 
--¿Y no es, acaso por serlo por lo que tanto deseas que nos casemos? 
Aquí se detuvieron, espantados del cambio de sus fisonomías: 
Fortunato, rojo como un gallo, estaba á dos dedos de la apoplejía y 
Clementina, devorada por la bilis, parecía amenazada de ictericia. Se 
encontraron mal y después de algunas palabras insignificantes, 
necesarias para atenuar la amargura de sus réplicas, se separaron muy 
descontentos y á mil leguas de una inteligencia. Roussel se fué á pie 
para calmar la efervescencia de su sangre y dando al diablo á su tío 
Guichard y á sus fantasías testamentarias. 
--¡Bonita idea la de quererme casar con esta soltera rabiosa! ¿Creería 
que por ochenta mil francos de renta iba á arriesgar la dicha de toda mi 
vida? Pardiez, no necesito su dinero ...¡Que lo guarde ella, puesto que 
el matrimonio es la condición sine qua non de la herencia! Yo seré 
siempre bastante rico, con tal de estar libre y tranquilo ... ¡Si fuese 
marido de Clementina, gastaría todo el dinero del tío Guichard en 
consolarme de vivir á su lado ...¡Mal negocio! 
Una vez en su casa, durmió mal; tuvo pesadillas espantosas y se 
despertó decidido á permanecer soltero. Clementina, después de haber 
pasado una parte de la noche rabiando y llorando, acabó por calmarse y 
se levantó con el propósito decidido de ceder en todos los    
    
		
	
	
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