se inclinó hacia ella y 
dulcemente acarició con un beso la blanca frente y los cabellos de oro 
de la mujer amada.... Y con lentitud tomaron de nuevo el camino de la 
casa, donde, en el salón, abierto de par en par, la señorita Guichard 
seguía haciendo los honores, ignorando el peligro que le amenazaba. 
"Antiguo rencor" había dicho Mauricio hablando de los disentimientos 
que dividían hacía veinte años al señor Roussel y á la señorita Guichard. 
Hubiera podido añadir "rencor de amor", porque si la tía de Herminia 
odiaba tan ardientemente al tutor de Mauricio, era por haberle amado 
demasiado. Una pasión convertida en aborrecimiento y cuya levadura 
fermentaba siempre con violencia en el corazón de la solterona. Hacia 
el año 1867, el señor Guichard, soltero muy rico y cuyos herederos eran 
su sobrino, Fortunato Roussel y su sobrina Clementina Guichard, había 
acariciado el sueño de no dividir su fortuna y de casar á sus sobrinos. 
Esta alianza había sido fijada en una de las cláusulas de su testamento, 
y queriendo servirse del interés como agente de su voluntad, había 
desheredado al que se negase á casarse con su coheredero. 
Después de haber llorado al difunto lo que pedían las conveniencias, 
Fortunato y Clementina tuvieron una entrevista con el notario, el cual, 
al ilustrarles sobre las intenciones de su tío, les procuró una sorpresa 
que no era precisamente en los dos de la misma naturaleza. Mientras
Clementina saltó de gozo, pues había sentido siempre resuelta 
inclinación por su primo, á quien se llamaba en su casa el bello Roussel, 
Fortunato torció el gesto, pues se sentía menos que medianamente 
predispuesto al matrimonio, por sus ideas generales acerca del santo 
lazo y mucho menos aún por su gusto particular hacia la señorita 
Guichard. Tan poco entusiasmo demostró, que su prima concibió un 
violento despecho, que se manifestó, no ciertamente con frialdades, 
sino con un aumento de amabilidad. 
Lo peor del caso fué que este modo de estar amable tenía en 
Clementina algo de molesto y de autoritario que crispaba los nervios de 
Fortunato. Parecía decirle: "Estoy condescendiente con usted, porque 
usted me pertenece. Mis bondades son una de las consecuencias de mi 
poder sobre usted. Le tengo á usted en mi gracia, como á mis perros, á 
mis loros ó á mis criados, si me acarician, me divierten y me sirven 
bien. Pero, ¡ay de usted, como de ellos, si no procura por todos los 
medios satisfacerme!" Y el diablo quiso, precisamente, que ese 
despotismo afectuoso fuese, entre todas las formas de ternura, la que 
más disgustase á Roussel, muy vivo, muy independiente, y 
absolutamente nada inclinado á dejarse dirigir, siquiera fuese por una 
mujer bonita. Porque Clementina, de edad de 23 años, era agradable, á 
pesar de un cierto aire masculino que se indicaba por la abundancia de 
sus cejas, la firmeza de su perfil, la dureza de su voz y ciertos 
movimientos bruscos que hubieran gustado en una cantinera. Con todo, 
tenía estatura elevada, buen aire, ojos magníficos, tez mate y admirable 
cabello negro. 
¿Cómo, con tales prendas, Clementina no tenía pretendientes y se 
disponía á la ingrata tarea de vestir imágenes? Fortunato daba la 
explicación en pocas palabras: "Produce cierta inquietud y malestar, 
decía; ¡le parece á uno que está haciendo la corte á un hombre!" Sin 
embargo, no por ambición de dinero, porque Roussel estaba al frente de 
un negocio muy lucrativo, sino por obedecer la última voluntad de su 
tío, Roussel no había rechazado la idea de casarse con Clementina y 
había resuelto intentarlo; lo que denotaba en él que era un buen 
muchacho, porque su prima no le gustaba y él tendía poderosamente á 
la libertad. 
Convinieron en verse para tratar de ponerse de acuerdo y todas las 
tardes iba Fortunato á tomar una taza de té en casa de Clementina. Ésta
se hacía de almíbar para recibirle y ordinariamente, cuando ella le había 
instalado á un lado de la chimenea, Roussel se decía, mirándola á buena 
luz: Verdaderamente, no es fea. Y procuraba por su parte romper el 
hielo que se amontonaba entre ellos. Todo iba bien durante una hora, 
pero después la provisión de amabilidad de Clementina y las reservas 
de paciencia de Fortunato se agotaban poco á poco, y llegaban las 
contradicciones, las discusiones, las frases agrias, y el primo salía de la 
casa con precipitación, pensando: Dios mío; ¡qué desagradable es! Ella 
le veía huir con pena, suspiraba y se echaba en cara su humor 
batallador, porque se daba cuenta perfectamente de su defecto, y se 
prometía poner de su parte el día siguiente cuanto fuera preciso para no 
alterar la buena armonía, pero jamás lograba dominarse. 
Un asunto de conversación la preocupaba sobre todo y le abordaba con 
frecuencia, aunque fuese motivo para que su desacuerdo con Fortunato 
se acentuase con    
    
		
	
	
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