madre, a sus quejas, hasta a su mandato; si se atiende a que 
ella creía por este medio proporcionar a su madre una vejez descansada y libertar a su 
hermano de la deshonra y de la infamia, siendo su ángel tutelar y su Providencia, fuerza 
es confesar que merece atenuación la censura. Por otra parte, ¿cómo penetrar en lo íntimo 
del corazón, en el secreto escondido de la mente juvenil de una doncella, criada tal vez 
con recogimiento exquisito e ignorante de todo, y saber qué idea podía ella formarse del 
matrimonio? Tal vez entendió que casarse con aquel viejo era consagrar su vida a 
cuidarle, a ser su enfermera, a dulcificar los últimos años de su vida, a no dejarle en 
soledad y abandono, cercado sólo de achaques y asistido por manos mercenarias, y a 
iluminar y dorar, por último, sus postrimerías con el rayo esplendente y suave de su 
hermosura y de su juventud, como ángel que toma forma humana. Si algo de esto o todo 
esto pensó la muchacha, y en su inocencia no penetró en otros misterios, salva queda la 
bondad de lo que hizo. 
Como quiera que sea, dejando a un lado estas investigaciones psicológicas que no tengo 
derecho a hacer, pues no conozco a Pepita Jiménez, es lo cierto que ella vivió en santa 
paz con el viejo durante tres años; que el viejo parecía más feliz que nunca; que ella le 
cuidaba y regalaba con un esmero admirable, y que en su última y penosa enfermedad le 
atendió y veló con infatigable y tierno afecto, hasta que el viejo murió en sus brazos 
dejándola heredera de una gran fortuna. 
Aunque hace más de dos años que perdió a su madre, y más de año y medio que enviudó, 
Pepita lleva aún luto de viuda. Su compostura, su vivir retirado y su melancolía son tales, 
que cualquiera pensaría que llora la muerte del marido como si hubiera sido un hermoso 
mancebo. Tal vez alguien presume o sospecha que la soberbia de Pepita y el 
conocimiento cierto que tiene hoy de los poco poéticos medios con que se ha hecho rica, 
traen su conciencia alterada y más que escrupulosa; y que, avergonzada a sus propios 
ojos y a los de los hombres, busca en la austeridad y en el retiro el consuelo y reparo a la 
herida de su corazón. 
Aquí, como en todas partes, la gente es muy aficionada al dinero. Y digo mal _como en
todas partes_: en las ciudades populosas, en los grandes centros de civilización, hay otras 
distinciones que se ambicionan tanto o más que el dinero, porque abren camino y dan 
crédito y consideración en el mundo; pero en los pueblos pequeños, donde ni la gloria 
literaria o científica, ni tal vez la distinción en los modales, ni la elegancia, ni la 
discreción y amenidad en el trato, suelen estimarse ni comprenderse, no hay otros grados 
que marquen la jerarquía social sino el tener más o menos dinero o cosa que lo valga. 
Pepita, pues, con dinero y siendo además hermosa, y haciendo, como dicen todos, buen 
uso de su riqueza, se ve en el día considerada y respetada extraordinariamente. De este 
pueblo y de todos los de las cercanías han acudido a pretenderla los más brillantes 
partidos, los mozos mejor acomodados. Pero, a lo que parece, ella los desdeña a todos 
con extremada dulzura, procurando no hacerse ningún enemigo, y se supone que tiene 
llena el alma de la más ardiente devoción y que su constante pensamiento es consagrar su 
vida a ejercicios de caridad y de piedad religiosa. 
Mi padre no está más adelantado ni ha salido mejor librado, según dicen, que los demás 
pretendientes; pero Pepita, para cumplir el refrán de que no quita lo cortés a lo valiente, 
se esmera en mostrarle la amistad más franca, afectuosa y desinteresada. Se deshace con 
él en obsequios y atenciones; y, siempre que mi padre trata de hablarle de amor, le pone a 
raya echándole un sermón dulcísimo, trayéndole a la memoria sus pasadas culpas y 
tratando de desengañarle del mundo y de sus pompas vanas. 
Confieso a Vd. que empiezo a tener curiosidad de conocer a esta mujer; tanto oigo hablar 
de ella. No creo que mi curiosidad carezca de fundamento, tenga nada de vano ni de 
pecaminoso; yo mismo siento lo que dice Pepita; yo mismo deseo que mi padre, en su 
edad provecta, venga a mejor vida, olvide y no renueve las agitaciones y pasiones de su 
mocedad, y llegue a una vejez tranquila, dichosa y honrada. Sólo difiero del sentir de 
Pepita en una cosa; en creer que mi padre, mejor que quedándose soltero, conseguiría 
esto casándose con una mujer digna, buena y que le quisiese. Por esto mismo deseo 
conocer a Pepita y ver si    
    
		
	
	
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