de un capital, 
importante sin duda en cualquier punto, y aquí considerado enorme, merced a la pobreza 
de estos lugareños y a la natural exageración andaluza. 
D. Gumersindo, muy aseado y cuidadoso de su persona, era un viejo que no inspiraba 
repugnancia. Las prendas de su sencillo vestuario estaban algo raídas, pero sin una
mancha y saltando de limpias, aunque de tiempo inmemorial se le conocía la misma capa, 
el mismo chaquetón y los mismos pantalones y chaleco. A veces se interrogaban en balde 
las gentes unas a otras a ver si alguien le había visto estrenar una prenda. 
Con todos estos defectos, que aquí y en otras partes muchos consideran virtudes, aunque 
virtudes exageradas, D. Gumersindo tenía excelentes cualidades: era afable, servicial, 
compasivo, y se desvivía por complacer y ser útil a todo el mundo aunque le costase 
trabajo, desvelos y fatiga, con tal de que no le costase un real. Alegre y amigo de chanzas 
y de burlas, se hallaba en todas las reuniones y fiestas, cuando no eran a escote, y las 
regocijaba con la amenidad de su trato y con su discreta aunque poco ática conversación. 
Nunca había tenido inclinación alguna amorosa a una mujer determinada; pero 
inocentemente, sin malicia, gustaba de todas y era el viejo más amigo de requebrar a las 
muchachas y que más las hiciese reír que había en diez leguas a la redonda. 
Ya he dicho que era tío de la Pepita. Cuando frisaba en los ochenta años, iba ella a 
cumplir los diez y seis. Él era poderoso; ella pobre y desvalida. 
La madre de ella era una mujer vulgar, de cortas luces y de instintos groseros. Adoraba a 
su hija, pero continuamente y con honda amargura se lamentaba de los sacrificios que por 
ella hacía, de las privaciones que sufría y de la desconsolada vejez y triste muerte que iba 
a tener en medio de tanta pobreza. Tenía además un hijo mayor que Pepita, que había 
sido gran calavera en el lugar, jugador y pendenciero, a quien después de muchos 
disgustos, había logrado colocar en la Habana en un empleíllo de mala muerte, viéndose 
así libre de él y con el charco de por medio. Sin embargo, a los pocos años de estar en la 
Habana el muchacho, su mala conducta hizo que le dejaran cesante, y asaetaba a cartas a 
su madre pidiéndole dinero. La madre, que apenas tenía para sí y para Pepita, se 
desesperaba, rabiaba, maldecía de sí y de su destino con paciencia poco evangélica, y 
cifraba toda su esperanza en una buena colocación para su hija que la sacase de apuros. 
En tan angustiosa situación, empezó D. Gumersindo a frecuentar la casa de Pepita y de su 
madre y a requebrar a Pepita con más ahínco y persistencia que solía requebrar a otras. 
Era, con todo, tan inverosímil y tan desatinado el suponer que un hombre, que había 
pasado ochenta años sin querer casarse, pensase en tal locura cuando ya tenía un pie en el 
sepulcro, que ni la madre de Pepita, ni Pepita mucho menos, sospecharon jamás los en 
verdad atrevidos pensamientos de D. Gumersindo. Así es que un día ambas se quedaron 
atónitas y pasmadas cuando, después de varios requiebros, entre burlas y veras, D. 
Gumersindo soltó con la mayor formalidad y a boca de jarro la siguiente categórica 
pregunta: 
--Muchacha, ¿quieres casarte conmigo? 
Pepita, aunque la pregunta venía después de mucha broma, y pudiera tomarse por broma, 
y aunque inexperta de las cosas del mundo, por cierto instinto adivinatorio que hay en las 
mujeres y sobre todo en las mozas, por cándidas que sean, conoció que aquello iba por lo 
serio, se puso colorada como una guinda, y no contestó nada. La madre contestó por ella: 
--Niña, no seas mal criada; contesta a tu tío lo que debes contestar: Tío, con mucho gusto;
cuando Vd. quiera. 
_Este Tío, con mucho gusto_; _cuando Vd. quiera_, entonces, y varias veces después, 
dicen que salió casi mecánicamente de entre los trémulos labios de Pepita, cediendo a las 
amonestaciones, a los discursos, a las quejas y hasta al mandato imperioso de su madre. 
Veo que me extiendo demasiado en hablar a Vd. de esta Pepita Jiménez y de su historia; 
pero me interesa y supongo que debe interesarle, pues si es cierto lo que aquí aseguran, 
va a ser cuñada de Vd. y madrastra mía. Procuraré, sin embargo, no detenerme en 
pormenores y referir en resumen cosas que acaso Vd. ya sepa, aunque hace tiempo que 
falta de aquí. 
Pepita Jiménez se casó con D. Gumersindo. La envidia se desencadenó contra ella en los 
días que precedieron a la boda y algunos meses después. 
En efecto, el valor moral de este matrimonio es harto discutible; mas para la muchacha, si 
se atiende a los ruegos de su    
    
		
	
	
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