había 
comprendido y descrito todas las condiciones y circunstancias del 
caballo del Rey y de la perrita de la Reina con sólo ver sus huellas 
estampadas en el suelo. El Conde, en su arte, no era menos que Zadig, 
y daba por seguro que él sabría decir quiénes eran las dos desconocidas 
por el mero hecho de haberlas visto un instante; pero no quería 
reflexionar, no quería interrogarse sobre este punto. Otra vanidad 
mayor que la vanidad de ser tan experto se lo impedía. La vanidad de 
creerse sobrado interesante para que aquellas mujeres, que le habían 
visto y que habían notado su persecución, volviesen al cabo a buscarle, 
o arrepentidas del desvío primero, o no arrepentidas, sino siguiendo en 
los mismos propósitos, ya que la fuga, según el Conde, había estado 
muy en su lugar, so pena de haberse humillado ellas a pasar por harto 
fáciles y livianas, prestándose desde el primer momento a dejarse 
acompañar por quien no conocían ni de nombre, sólo porque habían 
reparado, sin duda, que era rico, titulado y tenía coche. 
El Condesito no quiso, pues, molestarse ni con el pensamiento en 
buscar a sus dos beldades, porque estaba casi seguro de que ellas 
volverían a buscarle. 
Como no volvieron ni la siguiente noche ni la noche después, el 
Condesito se sintió picado y hasta ofendido. 
En su fatuidad forjó aún varias hipótesis para explicarse, como 
involuntaria y muy a pesar de las desconocidas, su ausencia de los 
Jardines.
«¿Quién sabe?--pensaba el Conde--. Quizá el marido no las deje salir. 
Quizá tenga la casada algún chiquillo con sarampión.» 
En fin, todo lo suponía por no suponer que por su libérrima voluntad 
dejaban de acudir las muchachas a una cita que, implícita, pero 
claramente, él, tan guapo, tan distinguido, tan ilustre, tan rico y tan 
seductor, les había dado para los Jardines, no pudiendo entenderse ni 
ponerse desde luego en relaciones con ellas por no faltar a los respetos 
y consideraciones sociales. 
Con tan consoladores discursos el Conde dominó a duras penas su 
impaciencia; acudió otras dos noches más a los Jardines, y tampoco vió 
a las damas. 
Ya entonces resolvió emplear su sagacidad y su actividad para 
buscarlas. 
«Si huyen, si se ocultan--dijo--, es porque me temen. Yo las buscaré. 
Yo las encontraré.» 
Justificado así el trabajo que en discurrir iba a tomarse, el Condesito 
discurrió lo que en resumen vamos a exponer. 
Las desconocidas eran sevillanas. No podían ser malagueñas, como 
presumió aquel ignorante. Confundir a una sevillana con una 
malagueña es un error tan craso en un galanteador andaluz, que debe 
saber de mujeres, como en un cazador confundir una codorniz con una 
tórtola. Era también evidente que una era casada; entre otras razones, 
porque, de ser solteras ambas, no irían solas. La casada era la morena. 
En esto tampoco cabía duda. Se conocía en tener más edad y en otros 
indicios que, juntos todos, llegaban a la más completa certidumbre. 
¿Con quién estaba casada la morena? Ambas eran forasteras: recién 
llegadas a Madrid, ya que nadie las conocía. No era probable que 
hubiesen venido a Madrid a divertirse, porque entonces el marido, 
labrador, hacendado, mercader o algo así, de alguna población de 
Andalucía o de Sevilla misma, las hubiera acompañado, y él también se 
divertiría y curiosearía. El marido debía ser un hombre ocupado. ¿Y 
qué ocupación podía tener el marido en Madrid, sino la de un empleo
del Gobierno? El Conde decidió, pues, que el marido era un empleado. 
Calculó, por último, por el aire algo misterioso que tenían las 
desconocidas, por cierta inquietud que había creído notar en ellas, que 
la noche que estuvieron en los Jardines habían venido sin previa 
licencia del marido, improvisando aquella excursión en un momento en 
que él faltaba de casa, salva la prudente lealtad de decírselo luego para 
que aprobase y legitimase el hecho consumado. Si toda esta suposición 
era exacta, el marido trabajaba a veces de noche, lejos del hogar 
doméstico. De noche se trabaja en muchas oficinas; pero en ninguna 
son tan frecuentes las largas veladas como en Gobernación o en 
Hacienda. El marido estaba, por lo tanto, empleado en uno de estos dos 
Ministerios. 
Descubierto ya el enigma hasta dicho punto, faltaba saber el nombre 
del marido y dónde vivía; pero esto era muy fácil. 
Antes de proceder a las convenientes investigaciones, ya que el nombre 
de una persona y el número y calle de una casa no pueden adivinarse 
por mero discurso, aunque se tenga un entendimiento agudísimo, el 
Conde, aficionado a ejercitar el suyo, pensó también lo que sigue. 
La sociedad elegante es más fácil, más abierta en Madrid que en 
ninguna otra capital de Europa, hasta para las mujeres. Aquí no se le 
pregunta a nadie, antes de dejarle entrar, si es más o menos noble de 
nacimiento, más    
    
		
	
	
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