y en el terrible 
campo de batalla, en el cual no hemos de encontrar charcos de sangre 
ni militares despojos, sino pulgas y otras feroces alimañas. 
Una mañana de Marzo, ventosa y glacial, en que se helaban las 
palabras en la boca, y azotaba el rostro de los transeúntes un polvo que 
por lo frío parecía nieve molida, se replegó el ejército al interior del 
pasadizo, quedando sólo en la puerta de hierro de la calle de San 
Sebastián un ciego entrado en años, de nombre Pulido, que debía de 
tener cuerpo de bronce, y por sangre alcohol o mercurio, según resistía 
las temperaturas extremas, siempre fuerte, sano, y con unos colores que
daban envidia a las flores del cercano puesto. La florista se replegó 
también en el interior de su garita, y metiendo consigo los tiestos y 
manojos de siemprevivas, se puso a tejer coronas para niños muertos. 
En el patio, que fue Zementerio de S. Sebastián, como declara el 
azulejo empotrado en la pared sobre la puerta, no se veían más seres 
vivientes que las poquísimas señoras que a la carrera lo atravesaban 
para entrar en la iglesia o salir de ella, tapándose la boca con la misma 
mano en que llevaban el libro de oraciones, o algún clérigo que se 
encaminaba a la sacristía, con el manteo arrebatado del viento, como 
pájaro negro que ahueca las plumas y estira las alas, asegurando con su 
mano crispada la teja, que también quería ser pájaro y darse una vuelta 
por encima de la torre. 
Ninguno de los entrantes o salientes hacía caso del pobre Pulido, 
porque ya tenían costumbre de verle impávido en su guardia, tan 
insensible a la nieve como al calor sofocante, con su mano extendida, 
mal envuelto en raída capita de paño pardo, modulando sin cesar 
palabras tristes, que salían congeladas de sus labios. Aquel día, el 
viento jugaba con los pelos blancos de su barba, metiéndoselos por la 
nariz y pegándoselos al rostro, húmedo por el lagrimeo que el intenso 
frío producía en sus muertos ojos. Eran las nueve, y aún no se había 
estrenado el hombre. Día más perro que aquel no se había visto en todo 
el año, que desde Reyes venía siendo un año fulastre, pues el día del 
santo patrono (20 de Enero) sólo se habían hecho doce chicas, la mitad 
aproximadamente que el año anterior, y la Candelaria y la novena del 
bendito San Blas, que otros años fueron tan de provecho, vinieron en 
aquel con diarios de siete chicas, de cinco chicas: ¡valiente puñado! «Y 
me paice a mí--decía para sus andrajos el buen Pulido, bebiéndose las 
lágrimas y escupiendo los pelos de su barba--, que el amigo San José 
también nos vendrá con mala pata... ¡Quién se acuerda del San José del 
primer año de Amadeo!... Pero ya ni los santos del cielo son como es 
debido. Todo se acaba, Señor, hasta el fruto de la festividá, o, como 
quien dice, la probeza honrada. Todo es por tanto pillo como hay en la 
política pulpitante, y el aquel de las suscriciones para las vítimas. Yo 
que Dios, mandaría a los ángeles que reventaran a todos esos que en los 
papeles andan siempre inventando vítimas, al cuento de jorobarnos a 
los pobres de tanda. Limosna hay, buenas almas hay; pero liberales por
un lado, el Congrieso dichoso, y por otro las congriogaciones, los 
metingos y discursiones y tantas cosas de imprenta, quitan la voluntad a 
los más cristianos... Lo que digo: quieren que no haiga pobres, y se 
saldrán con la suya. Pero pa entonces, yo quiero saber quién es el 
guapo que saca las ánimas del Purgatorio... Ya, ya se pudrirán allá las 
señoras almas, sin que la cristiandad se acuerde de ellas, porque... a mí 
que no me digan: el rezo de los ricos, con la barriga bien llena y las 
carnes bien abrigadas, no vale... por Dios vivo que no vale». 
Al llegar aquí en su meditación, acercósele un sujeto de baja estatura, 
con luenga capa que casi le arrastraba, rechoncho, como de sesenta 
años, de dulce mirar, la barba cana y recortada, vestido con desaliño; y 
poniéndole en la mano una perra grande, que sacó de un cartucho que 
sin duda destinaba a las limosnas del día, le dijo: «No te la esperabas 
hoy: di la verdad. ¡Con este día!... 
---Sí que la esperaba, mi Sr. D. Carlos--replicó el ciego besando la 
moneda--, porque hoy es el universario, y usted no había de faltar, 
aunque se helara el cero de los terremotos (sin duda quería decir 
termómetros). 
--Es verdad. Yo no falto. Gracias a Dios, me voy defendiendo, que no 
es flojo milagro con estas heladas y este pícaro viento Norte, capaz de 
encajarle una pulmonía al caballo de la Plaza Mayor. Y tú, Pulido, ten 
cuidado.    
    
		
	
	
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