que estuvo la echaron por ser tan larga de u?as, y si ella hubiá tenido conduta, no le faltarían casas buenas en que acabar tranquila...
--Pues yo--declaró la Burlada con negro escepticismo--, vos digo que si ha venido a pedir es porque fue honrada; que las muy sisonas juntan dinero para su vejez y se hacen ricas... que las hay, vaya si las hay. Hasta con coche las he conocido yo.
--Aquí no se habla mal de naide.
--No es hablar mal. ?A ver!... La que habla pestes es bueycencia, se?ora presidenta de ministros.
--?Yo?
--Sí... Vuestra Eminencia Ilustrísima es la que ha dicho que la Benina sisaba; lo cual que no es verdad, porque si sisara tuviera, y si tuviera no vendría a pedir. Tómate esa.
--Por bocona te has de condenar tú.
--No se condena una por bocona, sino por rica, mayormente cuando quita la limosna a los pobres de buena ley, a los que tienen hambre y duermen al raso.
--Ea, que estamos en la casa de Dios, se?oras--dijo Eliseo dando golpes en el suelo con su pata de palo--. Guarden respeto y decencia unas para otras, como manda la santísima dotrina?.
Con esto se produjo el recogimiento y tranquilidad que la vehemencia de algunos alteraba tan a menudo, y entre pedir gimiendo y rezar bostezando se les pasaban las tristes horas.
Ahora conviene decir que la ausencia de la se?á Benina y del ciego Almudena no era casual aquel día, por lo cual allá van las explicaciones de un suceso que merece mención en esta verídica historia. Salieron ambos, como se ha dicho, uno tras otro, con diferencia de algunos minutos; pero como la anciana se detuvo un ratito en la verja, hablando con Pulido, el ciego marroquí se le juntó, y ambos emprendieron juntos el camino por las calles de San Sebastián y Atocha.
?Me detuve a charlar con Pulido por esperarte, amigo Almudena. Tengo que hablar contigo?.
Y agarrándole por el brazo con solicitud cari?osa, le pasó de una acera a otra. Pronto ganaron la calle de las Urosas, y parados en la esquina, a resguardo de coches y transeúntes, volvió a decirle: ?Tengo que hablar contigo, porque tú solo puedes sacarme de un gran compromiso; tú solo, porque los demás conocimientos de la parroquia para nada me sirven. ?Te enteras tú? Son unos egoístas, corazones de pedernal... El que tiene, porque tiene; el que no tiene, porque no tiene. Total, que la dejarán a una morirse de vergüenza, y si a mano viene, se gozarán en ver a una pobre mendicante por los suelos?.
Almudena volvió hacia ella su rostro, y hasta podría decirse que la miró, si mirar es dirigir los ojos hacia un objeto, poniendo en ellos, ya que no la vista, la intención, y en cierto modo la atención, tan sostenida como ineficaz. Apretándole la mano, le dijo: ?Amri, saber tú que servirte Almudena él, Almudena mí, como pierro. Amri, dicermi cosas tú... de cosas tigo.
--Sigamos para abajo, y hablaremos por el camino. ?Vas a tu casa?
--Voy a do quierer tú.
--Paréceme que te cansas. Vamos muy a prisa. ?Te parece bien que nos sentemos un rato en la Plazuela del Progreso para poder hablar con tranquilidad??.
Sin duda respondió el ciego afirmativamente, porque cinco minutos después se les veía sentados, uno junto a otro, en el zócalo de la verja que rodea la estatua de Mendizábal. El rostro de Almudena, de una fealdad expresiva, moreno cetrino, con barba rala, negra como el ala del cuervo, se caracterizaba principalmente por el desmedido grandor de la boca, que, cuando sonreía, afectaba una curva cuyos extremos, replegando la floja piel de los carrillos, se ponían muy cerca de las orejas. Los ojos eran como llagas ya secas e insensibles, rodeados de manchas sanguinosas; la talla mediana, torcidas las piernas. Su cuerpo había perdido la conformación airosa por la costumbre de andar a ciegas, y de pasar largas horas sentado en el suelo con las piernas dobladas a la morisca. Vestía con relativa decencia, pues su ropa, aunque vieja y llena de mugre, no tenía desgarrón ni avería que no estuvieran enmendados por un zurcido inteligente, o por aplicaciones de parches y retazos. Calzaba zapatones negros, muy rozados, pero perfectamente defendidos con costurones y remiendos habilísimos. El sombrero hongo revelaba servicios dilatados en diferentes cabezas, hasta venir a prestarlos en aquella, que quizás no sería la última, pues las abolladuras del fieltro no eran tales que impidieran la defensa material del cráneo que cubría. El palo era duro y lustroso; la mano con que lo empu?aba, nerviosa, por fuera de color morenísimo, tirando a etiópico, la palma blanquecina, con tono y blanduras que la asemejaban a una rueda de merluza cruda; las u?as bien cortadas; el cuello de la camisa lo menos sucio que es posible imaginar en la mísera condición y vida vagabunda del desgraciado hijo de

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