ella con repentino entusiasmo, como si le embriagase el perfume de 
animalidad vigorosa y púdica que exhalaba la muchacha. «¡Visanteta!... 
¡Oh, Visanteta!...» Y pensaba en doña Constanza. Así debían oler las 
emperatrices, así debía ser el contacto de su epidermis. 
Estremecimientos misteriosos é incomprensibles atravesaban su cuerpo 
como ligeros vapores, como débiles burbujas del légamo que duerme 
en el fondo de toda infancia y se remonta á la superficie con las 
fermentaciones de la juventud. 
Su padre adivinaba una parte de esta vida imaginativa al ver sus juegos 
y lecturas. 
--¡Ah, comediante!... ¡Ah, historiero!... Eres igual á tu padrino. 
Decía esto con una sonrisa ambigua en la que entraban igualmente su 
menosprecio por los idealismos inútiles y su respeto á los artistas; un 
respeto semejante á la veneración que sienten los árabes por los locos, 
viendo en su demencia un regalo de Dios. 
Doña Cristina ansiaba que este hijo único, objeto de mimos y cuidados 
como un príncipe heredero, fuese sacerdote. ¡Verle cantar la primera 
misa!... Luego canónigo; luego prelado. ¡Quién sabe si, cuando ella no 
existiese, otras mujeres le admirarían precedido de una cruz de oro, 
arrastrando el manto rojo de cardenal-arzobispo, rodeado de un estado 
mayor de sobrepellices, y envidiarían á la madre que había dado á luz 
este magnate eclesiástico!... 
Para guiar las aficiones de su hijo había instalado una iglesia en uno de 
los salones inútiles del caserón. Los compañeros de colegio de Ulises 
acudían en las tardes libres, atraídos doblemente por el encanto de 
«jugar á los curas» y por la merienda generosa que preparaba doña 
Cristina para dejar satisfecho á todo el clero parroquial. 
La solemnidad empezaba por el furioso volteo de unas campanas 
montadas en una puerta del salón. Los clientes del notario, sentados en 
el entresuelo en espera de los papeles que acababan de garrapatear á
toda prisa los escribientes, levantaban la cabeza con asombro. El 
metálico estrépito hacía temblar aquel edificio, cuyos rincones parecían 
repletos de silencio, y conmovía la calle, por la que sólo de tarde en 
tarde pasaba un carruaje. 
Mientras unos encendían las velas del altar y desdoblaban los sagrados 
manteles con primorosas randas, obra de doña Cristina, el hijo y sus 
amigos más íntimos se revestían á la vista de los fieles, cubriéndose 
con albas y doradas casullas, colocando en sus cabezas graciosos 
bonetes. La madre, que espiaba detrás de una puerta, tenía que hacer 
esfuerzos para no entrar y comerse á besos á Ulises. ¡Con qué gracia 
imitaba los gestos y genuflexiones del sacerdote principal!... 
Hasta aquí todo iba perfectamente. Cantaban á pleno pulmón los tres 
oficiantes junto á la pirámide de luces, y el coro de fieles respondía 
desde el fondo de la pieza con temblores de impaciencia. De pronto 
surgía la protesta, el cisma, la herejía. Ya habían hecho bastante de 
capellanes los que estaban en el altar. Debían ceder las casullas á los 
que miraban, para que, á su vez, ejerciesen el sagrado ministerio. Esto 
era lo tratado. Pero el clero se resistía al despojo con la altivez y la 
majestad de los derechos adquiridos, y las manos impías tiraban de las 
santas vestiduras, profanándolas hasta rasgarlas. Gritos, coces, 
imágenes y cirios por el suelo, escándalo y abominación, como si ya 
hubiese nacido el Anticristo. La prudencia de Ulises ponía término á la 
lucha. «¿Si fuésemos á jugar al pòrche?...» 
El pòrche era el inmenso desván del caserón. Todos aceptaban con 
entusiasmo. ¡Se acabó la iglesia! Y como una bandada de pájaros, 
volaban escalera arriba, sobre unos peldaños de azulejos multicolores 
con redondeles de barniz saltado que mostraban la roja pasta del 
ladrillo. Los ceramistas valencianos del siglo XVIII los habían ornado 
con galeras berberiscas y cristianas, aves de la cercana Albufera, 
cazadores de blanca peluca que ofrecían flores á una labradora, frutas 
de todas clases y briosos jinetes cabalgando en caballos como la mitad 
de su cuerpo ante casas y árboles que apenas llegaban á las rodillas del 
corcel. 
Se esparcía el ruidoso grupo por el último piso como las más horrendas
invasiones de la Historia. Gatos y ratas huían por igual á los rincones. 
Los pájaros, despavoridos, salían como flechas por los tragaluces del 
techo. 
¡Pobre notario!... Jamás había vuelto con las manos vacías cuando era 
llamado fuera de la ciudad por la confianza de los labriegos ricos, 
incapaces de creer en otra ciencia jurídica que no fuese la suya. Era el 
tiempo en que los comerciantes de antigüedades no habían descubierto 
aún la rica Valencia, donde la gente popular se vistió de seda durante 
siglos, y muebles, ropas y cacharros parecían impregnarse de la luz de 
un sol siempre igual, del azul de un ambiente siempre sereno. 
Don Esteban, que se creía obligado á ser anticuario en su calidad de 
individuo de varias sociedades regionales, iba llenando su casa con los 
restos    
    
		
	
	
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