El castillo caía en poder de los guerreros de la Iglesia, y la esposa de 
Manfredo era conducida á una prisión, donde se extinguía su vida al 
poco tiempo. La obscuridad tragaba los últimos restos de la familia 
maldecida por Roma. La muerte rondaba en torno de la basilisa. Todos 
perecían: su hermano Manfredo, su hermanastro el poético y 
lamentable Encio, héroe de tantas canciones. Su sobrino el caballeresco
Coradino iba á morir más adelante bajo el hacha del verdugo al intentar 
la defensa de sus derechos. Como la emperatriz oriental no 
representaba ningún peligro para la dinastía de Anjou, el vencedor la 
dejaba seguir su destino sola y desamparada, como una princesa de 
Shakespeare. 
Viuda del emperador Juan Dukas, tenía el señorío de tres villas 
importantes de Anatolia, con una renta de tres mil besantes de oro fino. 
Pero esta renta lejana, no llegaba nunca. Y casi de limosna se embarcó 
en una nave que hacía rumbo á las perfumadas orillas del golfo de 
Valencia. Su sobrina Constanza, hija de Manfredo, estaba casada con el 
infante don Pedro de Aragón, hijo de don Jaime. La basilisa se 
instalaba en Valencia, recién conquistada. Su sobrino el futuro Pedro 
III, que intervenía en el gobierno por la ancianidad de su padre, le 
ofreció Estados; pero cansada de una vida de aventuras, prefería entrar 
en el convento de Santa Bárbara. 
Ultima representante del glorioso Federico, ella y su sobrina Constanza 
transmitían á Pedro III los derechos sobre Sicilia, y el grave y tenaz 
monarca aragonés los reivindicaba años adelante, apoderándose de la 
isla luego de las famosas Vísperas Sicilianas. La pobre emperatriz vivió 
hasta el siglo siguiente en la pobreza de un convento recién fundado, 
recordando las aventuras de su destino melancólico, viendo con la 
imaginación el palacio de mosaicos de oro junto al lago de Nicea, los 
jardines donde Vatacio había querido morir bajo una tienda de púrpura, 
las gigantescas murallas de Constantinopla, las bóvedas de Santa Sofía, 
con sus teorías hieráticas de santos y basileos coronados. 
De todos sus viajes y sus fortunas esplendorosas sólo había conservado 
una piedra, único equipaje que la acompañó al saltar en la playa de 
Valencia. Era un fragmento de una roca de Nicodemia que manó agua 
milagrosamente para el bautismo de Santa Bárbara. El notario mostraba 
á su hijo el sagrado pedrusco incrustado sobre una pileta de agua 
bendita. En la misma capilla estaba la tumba de otra princesa, hija del 
basileo Teodoro Lascaris, que había venido á reunirse con su tía en el 
lejano destierro. 
Ulises, sin dejar de admirar los conocimientos históricos de su padre,
los acogía con cierta ingratitud. 
--Mi padrino me explicará mejor esto... Mi padrino sabe más. 
Cuando miraba la capilla de Santa Bárbara en el transcurso de la misa, 
sus ojos huían del fúnebre arcón. Le inspiraba repugnancia el pensar en 
los huesos hechos polvo. Aquella doña Constanza no existía. La que le 
interesaba era la otra, la que estaba un poco más allá, pintada en un 
pequeño cuadro. Doña Constanza tuvo lepra--enfermedad que en 
aquellos tiempos no perdonaba á las emperatrices--, y Santa Bárbara 
curó milagrosamente á su devota. Para perpetuar este suceso, allí estaba 
Santa Bárbara en el cuadro, vestida con ancha saya y mangas de farol 
acuchilladas, lo mismo que una dama del siglo XV, y á sus pies la 
basilisa con traje de labradora valenciana y gruesas joyas. En vano 
afirmó don Esteban que este cuadro había sido pintado siglos después 
de la muerte de la emperatriz. La imaginación del niño saltaba 
desdeñosamente sobre estos reparos. Así había sido doña Constanza, tal 
como aparecía en el lienzo, pelirrubia y con enormes ojos negros, 
guapetona, un poco llena de carnes, como conviene á una mujer 
acostumbrada á arrastrar mantos regios y que sólo por devoción accede 
á disfrazarse de campesina. 
La imagen de la emperatriz llenó su pensamiento infantil. Por las 
noches, cuando sentía miedo en la cama, impresionado por la 
enormidad del salón que le servía de alcoba, le bastaba hacer memoria 
de la soberana de Bizancio para olvidar inmediatamente sus inquietudes 
y los mil ruidos extraños del viejo edificio. «¡Doña Constanza!...» Se 
dormía abrazado á la almohada, como si ésta fuese la cabeza de la 
basilisa. Sus ojos cerrados veían las negras pupilas de la regia señora, 
maternales y amorosas. 
Todas las mujeres, al aproximarse á él, tomaban algo de aquella otra 
que dormía seis siglos en lo alto de un muro. 
Cuando su madre, la dulce y pálida doña Cristina, dejaba por un 
instante sus labores y le daba un beso, veía en su sonrisa algo de la 
emperatriz. Cuando Visanteta, una criada de la huerta, morena, con 
ojos de zarzamora y una piel ardorosa y fina, le ayudaba á desnudarse ó
le despertaba para llevarle al colegio, Ulises tendía los brazos en torno 
de    
    
		
	
	
	Continue reading on your phone by scaning this QR Code
 
	 	
	
	
	    Tip: The current page has been bookmarked automatically. If you wish to continue reading later, just open the 
Dertz Homepage, and click on the 'continue reading' link at the bottom of the page.
	    
	    
