La copa de Verlaine | Page 2

Emilio Carrère
cabeza.
No hay poeta que, como Verlaine, esté ungido de la gracia lírica. Tiene
una emoción única y una magia peculiar para engarzar las palabras en
collares armoniosos, de divinos matices crepusculares. Se puede decir,
sin hipérbole, que es un brujo de las rimas, de las inefables palabras
musicales, donde vierte su alma mística y pagana, ferviente, pecadora,
universal. ¡Pobre Verlaine, mendigo, borracho y solitario! ¿De qué
sideral armonía estaba henchido tu triste corazón, que era al par una
gusanera de pecados mortales?
¿Qué enorme catástrofe de alma te engendró aquella gran sed,
monstruosa y suicida? Una sirena encantadora cantaba en el fondo del
vaso y tú no querías oír sino su voz emponzoñada de trágica Loreley. Y
allí te esperaba la Muerte, la marioneta descarnada, todo blancura y
piruetas, como la Colombina de tus fiestas galantes.
Colombine rêve surprise d'écouter un coeur dans la brise et de sentir
dans son coeur voix.
Tú también oías voces milagrosas en tu corazón cuando cincelabas tus
versos con la pluma menguada y con el tinterillo ruin del café bohemio.

¡Oh, pobre, maldito y solitario! A tu lado pasaba el triunfo de la ciudad
sirena, de Lutecia, la loca, sin una sonrisa de cariño para el divino poeta,
que, con un humorismo que hiela los huesos, llamaba al hospital su
palacio de invierno, del tremendo invierno parisiense. Quizá el genio
sea la compensación de la miseria y de la desgracia,
que ser feliz y artista no lo permite Dios,
como, con dichosa y amarga lucidez, ha escrito Manuel Machado. Ser
un gran poeta equivale, pues, a ser un gran infortunado. Mercurio tiene
el oro guardado en la caja de su trastienda. El amor de las mujeres
hermosas, la admiración de la multitud es en España para esos muñecos
emocionantes vestidos de oro que saben sonreír cuando la Muerte les
roza los caireles. Acaso llegue la gloria para los artistas... pero después
de muertos. Es una burla demasiado cruenta del Destino.
¡Copa de verde y ponzoñoso licor, donde la sirena del genio supo
cantar para Verlaine! ¡Acaso en el fondo del vaso esté el dulce talismán
que encanta la vida! Embriagaos de amor, de virtud o de vino. Cuidad
de estar siempre ebrios, dijo el trágico Baudelaire al sentir el enorme
vacío de su existencia, que fué gloriosa... más tarde, cuando una vida
negra y una muerte de perro le arrojaron a la eternidad como un
guiñapo muy glorioso, pero muy maltrecho y muy dolorido.

En Madrid se come mal
NUESTRO amigo Zarathustra, en una de sus andanzas, se casó con una
joven inglesa, hija de un español que tenía una librería de viejo en un
barrio apartado de Londres. Zarathustra es literato y, en consecuencia,
no tiene dinero. Trajo a su mujer a Madrid, la llevó a comer a los
figones de los poetas bohemios y durmieron en las clásicas posadas de
la Cava Baja. A los pocos días madama Zarathustra exclamó
ingenuamente:
--¡En Madrid se come muy mal!
Verdaderamente es asombrosa la resistencia de los estómagos literarios.

Cada joven poeta del arroyo es un caso de supervivencia milagrosa, «a
pesar» de los restaurantes donde ha yantado. Para entretenimiento del
lector bien alimentado recordaré alguna de estas yácijas de la necesidad.
El restaurante del Loro, La Precisa, La Marina, El figón de El
Imparcial, La Montaña... Por estos desapacibles lugares hemos
arrastrado la ilusión nuestros veinte años, hemos contemplado nuestro
rostro, nuestra pipa y nuestras guedejas en los viejos espejos, y ante
estas mesas--mientras nos servían el ligero condumio--hemos
declamado nuestros primeros sonetos en obsequio de algún amigo,
también portalira, con mucho pelo y muchos sueños bajo las haldas
enormes de su chambergo.
La Precisa era un figón muy interesante. Y también diremos muy
doloroso. Tenía un comedor interior muy lóbrego donde se juntaban
empleados de exiguas mesadas, con sus chaquets ribeteados de trencilla
parda y los calzones en hilachas, ilustres mártires de la Administración,
en la lamentable compañía de sus esposas y de sus criaturas--la infancia
fea por el tatuaje de la miseria--, que palmoteaban gozosas ante los
manteles vinosos y corcusidos, exclamando:
--¡Qué gusto, hoy vamos a comer de fonda!
Una tortilla costaba un real; una sardina, cinco céntimos; una ensalada,
otros cinco; un plato de legumbres, 15...; un bifteck con patatas, dos
reales. Cuando algún parroquiano pedía este plato inusitado, el mozo
dudaba antes de servirlo, o murmuraba suspicaz:
--Este pájaro «está en dinero». Debe de haber cometido alguna estafa...
Iban algunas viejas pensionistas que «tenían crédito» en la casa, muy
parlanchinas, que contaban antiguas grandezas de cuando vivía su
esposo, el «brigadier», y daban saraos y «salían todos los años». Las
viejas solitarias suelen estar un poco locas. Todo el pasado les está
hablando constantemente y les pesa sobre sus pobres huesos
desvencijados y sobre sus almas saturadas de las
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