La copa de Verlaine, by Emilio 
Carrère 
 
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Title: La copa de Verlaine 
Author: Emilio Carrère 
Release Date: October 29, 2007 [EBook #23239] 
Language: Spanish 
Character set encoding: ISO-8859-1 
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DE VERLAINE *** 
 
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EMILIO CARRÈRE 
LA COPA DE VERLAINE
MADRID 
1918 
A 
JESÚS DE LAS HERAS 
GRAN AMIGO, GRAN SIMPÁTICO, 
VENCEDOR DEL AZAR 
EL AUTOR 
 
Índice 
La Copa de Verlaine En Madrid se come mal El viejo poeta Nerval 
Hábitos y extravagancias de los escritores Los argonautas del vellocino 
de... cobre La última copa de Edgard Poe Los poetas borrachos Un 
duelo romántico Las manos de Elena Siles y su carrik Glosario 
pintoresco Elegía de un hombre inverosímil Nuestro amigo el 
alquimista El galán de los «ouistitis» Sindulfo, arqueólogo y cazador de 
alimañas El poema del mal poeta La sombra del rey galán La plazoleta 
de los fracasados Las paellas de un revolucionario La noche Un viejo 
café galante Perfil de tragicomedia Santaló La capa bohemia La capa 
de mendigo 
 
La copa de Verlaine 
PABLO Verlaine tenía una sed fatal, una sed monstruosa y suicida, y 
bebió hasta la muerte. Tal vez oía la voz de una sirena fabulosa en el 
fondo glauco del ajenjo. El ruiseñor protervo iba al café D'Harcourt y 
bebía, bebía... Las cuartillas aguardaban en una carpeta, junto al tintero 
feo, mezquino, de fosforero de café. El rincón era un suave remanso 
melancólico en el triunfo de luz y de sonidos del loco París.
A veces, con el hórrido tintero y la pluma oxidada, que manoseaba el 
vulgo más gárrulo, Verlaine escribía un poema de maravilla. Pocas 
veces podía pagar sus ajenjos. Cuando llegaban algunos admiradores, 
algunos amigos, el poeta, tristemente borracho, pedía dinero. Después, 
a la alta noche, en las tabernas de apaches y de meretrices, a la hora de 
la fatiga del amor callejero, Verlaine arrojaba los luises que había 
demandado, como una lluvia de oro, sobre la dolorida canalla. Así sus 
versos eran una lluvia de estrellas sobre los vulgos que aullaban y le 
ofendían al verle pasar borracho por su lado. 
En su barrio tenía una popularidad grotesca. Era un viejo loco, beodo y 
mal vestido, que arrojaba dinero a la chiquillería, que hacía befa de su 
extraña liberalidad y le tiraba piedras. Cuando murió, las comadres 
hicieron grandes aspavientos viendo llegar coches blasonados y 
fulgentes uniformes. Creían que su vecino no era sino un mendigo 
estrafalario. 
Y espiritualmente no era tampoco muy bien conocido: 
Car elle me comprend et mon coeur transparent pour elle seule, hélas, 
cesse d'être un problème. 
Para esa desconocida, rubia o morena o roja, su corazón transparente 
cesó de ser un problema, para ella sola...; pero ella no existió jamás. 
Para sus contemporáneos--a excepción de pocos nobles espíritus--fué 
un gran poeta que tenía un defecto, se emborrachaba y hacía una vida 
absurda: Derrochó sus felices dotes naturales, que hubiese podido 
desarrollar para bien de su obra y de su reputación, haciendo una vida 
más metódica. 
Al desconocido idiota que escribió esto le conozco yo personalmente. 
Es una especie de tonto que abunda en todas partes: el tonto 
cosmopolita. Poe lo sufrió en Norte América; Verlaine, en París, y en 
España, muchos espíritus artistas que no se adaptaron a la hosca 
estupidez del ambiente. Es el tonto sensato, valga la horrible paradoja. 
¿Y qué más quería el tonto discreto, el tonto metódico, el tonto de 
sentido común, que hubiese hecho Verlaine? Cerca de diez volúmenes
incomparables, únicos, escribió el viejo poeta maldito en los cafés, en 
las tabernas, acaso en sus largas temporadas de hospital, al que el pobre 
Lelian llamaba su palacio de invierno. La capa de mendigo de Verlaine 
es hoy la bandera de la Francia espiritual. Está ungida por la gloria. Es 
una cumbre dorada por la inmortalidad. 
Estas glorias póstumas suelen ser un sarcasmo. Sirven para enriquecer 
al editor; más amargo viceversa, cuanto que el poeta ha pasado una 
vida desastrosa. Es la eterna tragicomedia desgarrante. 
Verlaine tenía una sed fatal que no se saciaba nunca... ¿Fué por eso un 
originalísimo y alto poeta? Pedro Luis de Gálvez cree que sí, y quizá 
tenga razón este admirable ingenio, este excelso poeta, odiado, 
desdeñado, absurdo, fantástico, que rueda por las calles, borracho y 
triste, al asalto de unas pocas monedas de cobre roído, en este 
miserable país de la calderilla. Pedro Luis lleva una fatalidad misteriosa 
sobre su    
    
		
	
	
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