tristezas de la vieja 
casa señorial. 
El encanto de su persona puso en el palacio una nota de belleza y de 
dulzura, sin agitar el manso oleaje de aquella existencia tranquila y 
silenciosa, en medio de la cual Carmencita se sentía amada, con esa 
aguda intuición que nunca engaña a los niños. 
Parecía ella nacida para andar, con su pasito sosegado y firme, por 
aquellos vastos salones, para jugar apaciblemente detrás del recio 
balconaje apoyado en el escudo y para abismarse en el jardín 
penumbroso, entre arbustos centenarios y divinas flores pálidas de 
sombra. 
Jamás la voz argentina de la pequeña se rompía en un llanto 
descompuesto o en un acedo grito; jamás sus magníficos ojos de gacela 
se empañecían con iracundas nubes, ni su cuerpo gallardo se estremecía 
con el espasmo de una mala rabieta. Su carácter sumiso y reposado y la 
nobleza de sus inclinaciones tenían embelesados a cuantos la trataban, 
y la buena Rita, convertida en guardiana de la criatura, no podía 
mencionarla sin decir con íntima devoción: 
--Es una santa, una santa.... Sólo una vez se recordaba que Carmencita 
hubiese alzado en el silencio de la casa su voz armoniosa deshecha en 
sollozos. 
Fué un día en que doña Rebeca, la única hermana de don Manuel, 
residente en un pueblo próximo, llegó a Luzmela de visita. 
Atravesaba la niña por el corral con su bella actitud tranquila cuando la 
dama se apeó de un coche en la portalada.
Era doña Rebeca menuda y nerviosa, de voz estridente y semblante 
anguloso; fuese hacia Carmencita a pasitos cortos y saltarines, la tomó 
por ambas manos, y de tal manera la miró, y con tales demasías le 
apretó en las muñecas finas y redondas, que la pobrecilla rompió en 
amargo llanto, toda llena de miedo. 
Se revolvió la servidumbre asombrada, y el mismo don Manuel corrió 
inquieto hacia la niña, a quien doña Rebeca cubría ya de besos 
chillones y babosos, diciendo a guisa de explicación: 
--Como no me conoce, se asusta un poco. 
Carmencita tendió ansiosa los brazos a su padrino, y poco después se 
refugiaba en los de Rita hasta que doña Rebeca se hubo despedido. 
 
II 
El caballero de Luzmela miraba a la chiquilla, aquella tarde, con una 
extraña expresión de vaguedad, como si al través de ella viese otras 
imágenes lejanas y tentadoras. 
Acaso delante de aquellas pupilas extasiadas e inmóviles, la ilusión 
rehacía una historia de amor toda hechizo y misterio; tal vez, por el 
contrario, era una tragedia dolorosa. ¿Quién sabe?... ¡Don Manuel 
había rodado tanto por el mundo, y había sido tan galán y aventurero! 
De pronto se le apagó al soñador su visión misteriosa encendida en el 
muro blanco del salón, sobre la cabeza rizosa de la niña. 
Exhaló un suspiro amargo, y bajó los ojos para mirar sus manos 
exangües, extendidas sobre las rodillas. Era cierto que estaba muy 
enfermo; ¿iría a morirse ya?... 
Carmencita, en este momento mecía a su muñeca regaladamente, 
sentada en un taburete en el hueco profundo de una ventana. 
Llamaron a la puerta del salón, y al mismo tiempo anunciaron:
--El señorito Salvador. 
--Que pase--dijo don Manuel, y la niña, levantándose, corrió a recibir la 
visita con sonrisa plácida. 
Entró un joven mediano. Era mediano en todo lo aparente: en belleza, 
en elegancia, en estatura; mediano era también en ingenio; sólo en 
lealtad y en nobleza era grande aquel mozo. 
Tendría acaso veinticinco años, y encontramos muy natural que el 
caballero de Luzmela le dijese: 
--¡Hola, médico! 
No podía ser otra cosa sino médico este hombre que se presentaba de 
visita calzando espuelas y botas de montar y llevando en la mano unos 
guantes viejos. 
Don Manuel se había enderezado en el sillón de nogal y la niña 
enlazaba su bracito al del mozo recién llegado. 
--No sabes lo oportunamente que llegas, hijo--exclamó el enfermo. 
--Qué, ¿se siente usted peor, acaso? 
--Me siento mal siempre, muy mal; la hipocondría me consume, y 
tengo la preocupación constante de que voy a vivir ya contados días. 
--Precisamente esa es la única enfermedad de usted: la monomanía de 
la muerte. Es una de las formas más penosas de la psicosis. 
--Sí, sí, sácame a colación nombres modernos para despistarme. Lo que 
yo tengo es algún eje roto aquí--y señaló su corazón--, y creo que aquí 
también--añadió tocando su cabeza, prematuramente blanca. 
Salvador se echó a reir con una impetuosa carcajada jovial, que rodó 
por la sala con escándalo. La niña, muy seria y cuidadosa, escuchaba 
atentamente.
Observándola don Manuel, le dijo: 
--Vete, querida mía, a jugar abajo, ¿quieres? 
Ella, un poco premiosa para obedecer, objetó: 
--¿Pero de verdad tienes rota una cosa en el pecho y otra en la frente? 
--No, preciosa, no te apures; son bromas que yo le digo a tu hermano. 
Salvador la atrajo a sus rodillas    
    
		
	
	
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