del otro mundo, que, en 
ondas largas, sutiles, me envuelve... 
Me he consultado. «Viaje usted, haga ejercicio, coma cosas nutritivas; 
eso es efecto no más de los nervios y la imaginación.» ¡Como si los 
nervios y la imaginación no formasen parte de nosotros! ¡Como si 
supiésemos lo que esas palabras -nervios, imaginación- quieren decir! 
He viajado; mi viaje ha durado tres meses. En las habitaciones de las 
fondas, infaliblemente, cada noche me ha visitado el mismo terror; he 
percibido detrás de mí, en acecho, al mismo ser, que no puedo nombrar 
ni calificar, pues no tengo ni remota idea de su forma: ignoro de dónde 
viene. Solo sé que está allí, que su aliento sepulcral me roza la cara, que 
penetra hasta mis tuétanos, que vierte en ellos ponzoña. 
Una noche, en un acceso de rabia, cogí mi revólver y disparé hacia 
atrás, donde sentía el hálito maldito. Acudió gente; pretexté miedo a 
ladrones. ¿Cómo explicar? No entenderían...»
* * * 
«Y es preciso que esto termine -decía una de las últimas hojas del 
diario-. Me volveré loco, porque, después del disparo, he vuelto a oír la 
respiración, he vuelto a comprender que había alguien, y es imposible 
resistir tanto tiempo un suplicio que ni puedo confesar.» 
Sin duda, después de emborronada esta página, el miedo insuperable 
hizo su oficio, y Federico Molina no disparó contra una sombra. 
Las vistas 
Ya terminaba la faena de la instalación de los trajes, galas, joyas y ropa 
interior y de mesa y casa, lo que nuestros padres llamaban las vistas y 
nosotros llamamos el trousseau, cometiendo un galicismo y tomando la 
parte por el todo. En el gran salón, forrado de brocatel azul, retirados 
los muebles, se había erigido, alrededor de las cuatro paredes, ancho 
tablero sustentado en postes de pino, cubierto por amplias colchas y 
paños de seda azul también, el color predilecto de la rubia novia; y 
simétricamente colocado y dispuesto con cierto orden que no carecía de 
simbolismo, ostentábase allí el lujo de la boda, los miles de duros 
gastados en bonitas cosas semiinútiles. 
A lo largo de los tableros podía estudiarse, prenda por prenda, no solo 
el secreto del tocado íntimo de la futura señora de Granja de Berliz, 
sino de la vida común, la ya inminente vida conyugal. Los ojos 
curiosos se recreaban en las faldas de crujiente seda tornasol, con 
volantes soplados como pétalos de flor fresca; en las enaguas, donde se 
encrespan las concéntricas orlas de espuma del encaje; en los 
pantalones y suits de forma indiscreta, con moñitos provocativos; en las 
docenas y docenas de camisas vaporosas y guarnecidas, de escote 
atrevido, ondulante; en los cubrecorsés, que repiten el motivo galante y 
gracioso de la camisa; en las luengas medias flexibles, de transparente 
seda pálida, caladas allí donde las han de llenar las finas curvas del 
empeine y del tobillo, y se ha de adivinar la seda más delicada aún de la 
piel; en las batas salpicadas de lazos fofos, blandos, de tejidos 
esponjosos y sin apresto, como arrugadas de antemano, lánguidas con 
voluptuosa languidez; en los corsés breves, moldeados, enrollados, y
uno de ellos -el del día solemne-, florido en su centro por diminuto 
ramito de azahar... Y después, la ropa que ya pertenece al hogar, al 
menaje: las sábanas con arabescos de bordados primorosos o con 
encajes de elegante diseño; las mantas que prometen dulce calor 
familiar en el invierno; las colchas de espesa seda, veladas por guipures, 
todo rebordado con cifras cuyo enlace significa el de las almas; las 
mantelerías brillantes, los caprichosos servicios de té en forma rusa, los 
infinitos refinamientos de la riqueza y del gusto, el derroche que se 
admira un día y pasa después a los armarios. 
En maniquíes se gallardeaban los vestidos, los abrigos, los sombreros; 
en varias mesas, dentro del gabinete contiguo, las joyas y la plata 
labrada, los velos y volantes, las sombrillas, los abanicos. Cuando las 
amigas y amigos convidados a la exhibición penetraron en las dos 
habitaciones y empezaron a cumplir su deber de deslumbrarse, envidiar, 
alabar alto y criticar bajo todo aquello, subía la escalera el novio, Cayo 
Granja de Berliz, uno de los buenos partidos que por espacio de ocho o 
diez años de soltería militante se disputaron a alfilerazos varias 
señoritas de la corte, y a quien, por fin, había logrado prender en su red 
de oro Nina Valtierra. Red de oro, no solo porque Nina era rubia, sino 
porque Nina tenía hacienda, brillante porvenir dorado. 
Y, sin embargo, a pesar de las ventajas y atractivos de Nina, Cayo, al 
ascender a casa de su novia, llevaba formada la resolución de romper el 
concertado enlace. Enganchado primero por ardides de coquetería y por 
esa insensible derivación de los sucesos que nos lleva a donde nunca 
pensamos ir; comprometido después por la misma    
    
		
	
	
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