especial. 
¿De ánimo? Y también de cuerpo. Noto que mis funciones se han 
alterado; cada día compruebo los estragos del mal en mi organismo. 
La depresión de mis facultades es gradual, honda. 
Mi inteligencia está perturbada, mi cerebro no rige, mi corazón es un 
reloj descompuesto. Ni aun sé si voy a conseguir notar con exactitud lo 
que me pasa. 
Lo intentaré... 
Se me figura que el origen de esto ha sido la mala costumbre de leer de 
noche, en cama, a las altas horas. 
La puerta está cerrada: yo mismo, antes de acostarme, he dado a la 
llave dos vueltas. La calma de uno de los barrios menos ruidosos de 
Madrid envuelve como acolchada manta el dormitorio y la casa toda. 
La seguridad es absoluta: desde tiempo inmemorial no se oye hablar de 
ningún robo, de ningún ataque a domicilio; solo miserables raterías al 
descuido. Ningún peligro me amenaza. Estoy despierto; tengo a mano, 
bien cargado, mi revólver, y mi servidor, que duerme cerca, es fiel y 
resuelto; cuento con él a todo trance. 
Siendo así, ¿por qué, en medio de la lectura, me quedo con el libro 
abierto, los ojos fijos en un punto del espacio, las manos heladas, el 
pelo electrizado en las sienes, el diafragma contraído? 
¿Qué oigo, qué veo, qué percibo alrededor de mí?
La habitación es bonita, confortable, sin nada que pueda excitar 
insanamente la fantasía. No hay en ella sino muebles modernos y ricos, 
una larga meridiana en que duermo la siesta, asientos bajos, mi armario 
de luna, un estante de libros, un reducido escritorio. Ni rinconadas, ni 
cortinajes tras de los cuales la imaginación finge bultos escondidos 
traidoramente... 
Los colores del tapizado son alegres; el fondo, claro; por 
presentimiento sin duda, no he querido colgar de la pared sino cuadros 
de plácido asunto, evitando los santos martirizados, las escenas de 
crueldad y sangre. Con tales elementos de serenidad, es preciso que lo 
diga, es preciso que lo reconozca: ¡tengo miedo!..., un miedo horrible, 
un miedo que me impide respirar, sosegar y vivir. 
Apenas los últimos ruidos de la ciudad se aquietan; así que empieza a 
establecerse ese sosiego amodorrado que invita a la dulzura del sueño, 
un desvelo nervioso se apodera de mí. Una voz irónica murmura dentro 
de mi cráneo, más allá de mi oído: «¡No dormirás, no dormirás!» Y 
esto es lo extraño: me encuentro en compañía de alguien, no sé de 
quién, pero de alguien que se instala allí, a mi lado, tan próximo, que 
me parece escuchar el ritmo de su respiración y advertir cómo su 
sombra se desliza suave, fugaz, por la blanca pared frontera. 
Ese misterioso alguien no se coloca jamás delante de mí. Lo siento a 
mis espaldas. ¿Dónde? No hay sitio libre entre la cama y la pared. Sin 
duda -todo es posible tratándose de un aparecido-, la pared retrocede 
para dejar hueco a su cuerpo; y si yo me volviese ahora de improviso, 
vería al ser que se ha propuesto no abandonarme. Pero no me atrevo, no 
me atreveré nunca. Le creo detrás; no me resuelvo, y temo que extienda 
una mano, que me figuro fría y marmórea, y me la pase lentamente por 
la sien o me tape con ella los ojos... 
Vuelto a las aprensiones de la niñez, apago la luz precipitadamente y 
me cubro el rostro con los pliegues de la sábana para defenderme de la 
espantable caricia. 
¿Seré tan cobarde?... Avergonzado, empiezo a recontar los actos de 
valor de mi hoja de servicios... He tenido, como todo el mundo, mi
media docena de lances de honor, y, lo que ya no es tan frecuente, en 
uno de ellos dejé malherido a mi adversario, una fine lame. Estuve a 
pique de ahogarme en San Sebastián, y no recuerdo que se me 
encogiese el alma. Velé a un primo mío, enfermo del tifus más 
pegajoso, y ni se me ocurrió temer el contagio. He mostrado 
indiferencia ante los peligros, y no falta algún amigo mío que diga que 
tengo pelos en la entraña. El testimonio de mi conciencia grita que no 
soy apocado. 
Y, sin embargo, esto es miedo, miedo vil; no falta ningún síntoma: ni el 
castañeteo de dientes, ni el sudor helado, ni el zumbar de oídos, ni las 
desordenadas palpitaciones del corazón, que, súbito, se detiene como si 
fuese a dejar de latir. 
El reloj, guardado en la mesa de noche, teje con regularidad rítmica su 
tic-tac menudo, y mi sangre, cuajada o arrebatada violentamente por la 
alteración del miedo, da un vuelco más fuerte que todos y se precipita 
torrencial, causándome una especie de congestión. Es que detrás de mí 
he sentido, ya claramente, un respirar lento, un hálito de fatiga, un 
soplo perceptible, y me encojo, y no acierto a incorporarme, y 
permanezco así, oyendo siempre el respiro    
    
		
	
	
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