Arroz y Tartana | Page 2

Vicente Blasco Ibáñez
las posiciones estramb��ticas que pudo discurrir la extraviada imaginaci��n de los artistas medievales; en las esquinas, ��ngeles de pesada y luenga vestidura, diadema bizantina y alas de menudo plumaje, sustentando con visible esfuerzo los escudos de las barras de Arag��n y las enroscadas cintas con apretados caracteres g��ticos de borrosas inscripciones; arriba, en el friso, bajo las g��rgolas de espantosa fealdad que se tienden audazmente en el espacio con la muda risa del aquelarre, todos los reyes aragoneses en laureados medallones, con el casco de aletas sobre el perfil en��rgico, feroz y barbudo; y rematando la robusta f��brica, en la que alternan los bloques ��speros con los escarolados y encajes del cincel, la apretada r��a de almenas cubiertas con la antigua corona real.
Frente a la Lonja, el Principal, pobr��simo edificio, mezquino cuerpo de guardia, por cuya puerta pasea el centinela arma al brazo, con aire aburrido, rozando con su bayoneta a los soldados libres de servicio, que digieren el ins��pido rancho contemplando el oleaje de alimentos que se extiende por la plaza. M��s all��, sobre el revoltijo de toldos, el tejado de cinc del mercadillo de las flores; a la derecha, las dos entradas de los p��rticos del Mercado Nuevo, con las chatas columnas pintadas de amarillo rabioso; en el lado opuesto, la calle de las Mantas, como un portal��n de galera antigua, empavesada con telas ondeantes y multicolores que las tiendas de ropas cuelgan como muestra de los altos balcones; en torno de la plaza, cortados por las bocacalles, grupos de estrechas fachadas, balcones aglomerados, paredes con r��tulos, y en todos los pisos bajos, tiendas de comestibles, ropas, drogas y bebidas, luciendo en las puertas, como t��tulo del establecimiento, cuantos santos tiene la corte celestial y cuantos animales vulgares guarda la escala zool��gica.
En este ancho espacio, que es para Valencia vientre y pulm��n a un tiempo, el d��a de Nochebuena reinaba una agitaci��n que hac��a subir hasta m��s arriba de los tejados un sordo rumor de colosal avispero.
La plaza, con sus puestos de venta al aire libre, sus toldos viejos, temblones al menor soplo del viento, y ba?ados por el rojo sol con una transparencia acaramelada, sus vendedores vociferantes, su cielo azul sin nube alguna, su exceso de luz que lo doraba todo a fuego, desde los muros de la Lonja a los cestones de ca?a de las verduleras, y su vaho de hortalizas pisoteadas y frutas maduras prematuramente por una temperatura siempre c��lida, hac��a recordar las ferias africanas, un mercado marroqu�� con su multitud inquieta, sus ensordecedores gritos y el nervioso oleaje de los compradores.
Do?a Manuela contemplaba con fruici��n este espect��culo. Tach��base en su interior de poco distinguida; pero... ?qu�� remedio! por m��s que ella tomase a empe?o el transformarse, y obedeciendo a las ni?as revistiera un empaque de altiva se?or��a, siempre conservaba amortiguados y prontos a manifestarse los gustos y aficiones de la antigua tendera que hab��a pasado lo mejor de su juventud en la plaza del Mercado. ?Qu�� tiempos tan dichosos los transcurridos siendo ella due?a de la tienda de Las Tres Rosas! Si el dinero es la felicidad, nunca hab��a tenido tanta como en los ��ltimos a?os que pas�� entre mantas e indianas, sedas y percalinas, arrullada a todas horas por el estr��pito del Mercado y viendo por las ma?anas, al levantarse, el _pardal��t_ de San Juan.
Y obsesionada por estos recuerdos, do?a Manuela permanec��a inm��vil en la esquina, como asustada por el gent��o, sin fijarse en las miradas poco respetuosas que alguno que otro transe��nte le dirig��a.
Estaba pr��xima a los cincuenta a?os, seg��n confesi��n que varias veces hizo a sus hijas; pero era tan arrogante y bien plantada, un��a a su elevada estatura tal opulencia de formas, que todav��a causaba cierta ilusi��n, especialmente a los adolescentes, que con la extravagancia del deseo hambriento sienten ante los desbordamientos e hinchazones de la hermosura en decadencia la admiraci��n que niegan a la frescura esbelta y juvenil.
La mitad de los polvos y menjurjes que sus ni?as ten��an en el tocador los consum��a la mam��, que en la madurez de su vida comenz�� a saber como se agrandan los ojos por medio de las rayas negras, c��mo se da color a las mejillas cuando ��stas adquieren un f��nebre tinte de membrillo, y c��mo se combate el vello traidor que alevosamente asoma en el labio y en la barba cual pel��cula de melocot��n, convirti��ndose despu��s en espantosas cerdas. Acical��base como una ni?a, guardando con su cuerpo atenciones que no hab��a tenido en su juventud. ?Para qui��n se arreglaba? Ni ella misma lo sab��a. Era puro deseo de retardar en apariencia la llegada de la vejez; precauciones, seg��n propia afirmaci��n, para no parecer la abuela de sus hijas y para sentir una indefinible satisfacci��n cuando en la calle echaban una flor descarriada a su garbo de buena moza.
En cambio, su criada
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