Trafalgar | Page 2

Benito Pérez Galdós
con, rudamente talladas, a que
poníamos velas de papel o trapo, marinándolas con mucha decisión y
seriedad en cualquier charco de Puntales o la Caleta. Para que todo
fuera completo, cuando venía algún cuarto a nuestras manos por
cualquiera de las vías industriales que nos eran propias, comprábamos
pólvora en casa de la tía Coscoja de la calle del Torno de Santa María,
y con este ingrediente hacíamos una completa fiesta naval. Nuestras
flotas se lanzaban a tomar viento en océanos de tres varas de ancho;
disparaban sus piezas de caña; se chocaban remedando sangrientos
abordajes, en que se batía con gloria su imaginaria tripulación;
cubríalas el humo, dejando ver las banderas, hechas con el primer trapo
de color encontrado en los basureros; y en tanto nosotros bailábamos de
regocijo en la costa, al estruendo de la artillería, figurándonos ser las
naciones a que correspondían aquellos barcos, y creyendo que en el
mundo de los hombres y de las cosas grandes, las naciones bailarían lo
mismo presenciando la victoria de sus queridas escuadras. Los chicos
ven todo de un modo singular.
Aquélla era época de grandes combates navales, pues había uno cada
año, y alguna escaramuza cada mes. Yo me figuraba que las escuadras
se batían unas con otras pura y simplemente porque les daba la gana, o
con objeto de probar su valor, como dos guapos que se citan fuera de
puertas para darse de navajazos. Me río recordando mis extravagantes
ideas respecto a las cosas de aquel tiempo. Oía hablar mucho de
Napoleón, ¿y cómo creen ustedes que yo me lo figuraba? Pues nada
menos que igual en todo a los contrabandistas que, procedentes del
campo de Gibraltar, se veían en el barrio de la Viña con harta
frecuencia; me lo figuraba caballero en un potro jerezano, con su manta,
polainas, sombrero de fieltro y el correspondiente trabuco. Según mis

ideas, con este pergenio, y seguido de otros aventureros del mismo
empaque, aquel hombre, que todos pintaban como extraordinario,
conquistaba la Europa, es decir, una gran isla, dentro de la cual estaban
otras islas, que eran las naciones, a saber: Inglaterra, Génova, Londres,
Francia, Malta, la tierra del Moro, América, Gibraltar, Mahón, Rusia,
Tolón, etc. Yo había formado esta geografía a mi antojo, según las
procedencias más frecuentes de los barcos, con cuyos pasajeros hacía
algún trato; y no necesito decir que entre todas estas naciones o islas
España era la mejorcita, por lo cual los ingleses, unos a modo de
salteadores de caminos, querían cogérsela para sí. Hablando de esto y
otros asuntos diplomáticos, yo y mis colegas de la Caleta decíamos mil
frases inspiradas en el más ardiente patriotismo.
Pero no quiero cansar al lector con pormenores que sólo se refieren a
mis particulares impresiones, y voy a concluir de hablar de mí. El único
ser que compensaba la miseria de mi existencia con un desinteresado
afecto, era mi madre. Sólo recuerdo de ella que era muy hermosa, o al
menos a mí me lo parecía. Desde que quedó viuda, se mantenía y me
mantenía lavando y componiendo la ropa de algunos marineros. Su
amor por mí debía de ser muy grande. Caí gravemente enfermo de la
fiebre amarilla, que entonces asolaba a Andalucía, y cuando me puse
bueno me llevó como en procesión a oír misa a la Catedral vieja, por
cuyo pavimento me hizo andar de rodillas más de una hora, y en el
mismo retablo en que la oímos puso, en calidad de ex-voto, un niño de
cera que yo creí mi perfecto retrato.
Mi madre tenía un hermano, y si aquélla era buena, éste era malo y
muy cruel por añadidura. No puedo recordar a sin espanto, y por
algunos incidentes sueltos que conservo en la memoria, colijo que
aquel hombre debió de haber cometido un crimen en la época a que me
refiero. Era marinero, y cuando estaba en Cádiz y en tierra, venía a casa
borracho como una cuba y nos trataba fieramente, a su hermana de
palabra, diciéndole los más horrendos vocablos, y a mí de obra,
castigándome sin motivo.
Mi madre debió padecer mucho con las atrocidades de su hermano, y
esto, unido al trabajo tan penoso como mezquinamente retribuido,

aceleró su fin, el cual dejó indeleble impresión en mi espíritu, aunque
mi memoria puede hoy apreciarlo sólo de un modo vago.
En aquella edad de miseria y vagancia, yo no me ocupaba más que en
jugar junto a la mar o en correr por las calles. Mis únicas
contrariedades eran las que pudieran ocasionarme un bofetón de mi tío,
un regaño de mi madre o cualquier contratiempo en la organización de
mis escuadras. Mi espíritu no había conocido aún ninguna emoción
fuerte y verdaderamente honda, hasta que la pérdida de mi madre me
presentó a la vida humana bajo
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