Trafalgar

Benito Pérez Galdós
Trafalgar, by Benito Pérez
Galdós,

The Project Gutenberg eBook, Trafalgar, by Benito Pérez Galdós,
Illustrated by Enrique y Arturo Mélida
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Title: Trafalgar
Author: Benito Pérez Galdós

Release Date: October 29, 2005 [eBook #16961]
Language: Spanish
Character set encoding: ISO-8859-1
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TRAFALGAR***
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TRAFALGAR
BENITO PÉREZ GALDÓS
Edición ilustrada por Enrique y Arturo Mélida
Administración de La Guirnalda y Episodios Nacionales
1882

-I-
Se me permitirá que antes de referir el gran suceso de que fui testigo,
diga algunas palabras sobre mi infancia, explicando por qué extraña
manera me llevaron los azares de la vida a presenciar la terrible
catástrofe de nuestra marina.
Al hablar de mi nacimiento, no imitaré a la mayor parte de los que
cuentan hechos de su propia vida, quienes empiezan nombrando su
parentela, las más veces noble, siempre hidalga por lo menos, si no se
dicen descendientes del mismo Emperador de Trapisonda. Yo, en esta
parte, no puedo adornar mi libro con sonoros apellidos; y fuera de mi
madre, a quien conocí por poco tiempo, no tengo noticia de ninguno de
mis ascendientes, si no es de Adán, cuyo parentesco me parece
indiscutible. Doy principio, pues, a mi historia como Pablos, el buscón
de Segovia: afortunadamente Dios ha querido que en esto sólo nos
parezcamos.
Yo nací en Cádiz, y en el famoso barrio de la Viña, que no es hoy, ni
menos era entonces, academia de buenas costumbres. La memoria no
me da luz alguna sobre mi persona y mis acciones en la niñez, sino

desde la edad de seis años; y si recuerdo esta fecha, es porque la asocio
a un suceso naval de que oí hablar entonces: el combate del cabo de
San Vicente, acaecido en 1797.
Dirigiendo una mirada hacia lo que fue, con la curiosidad y el interés
propios de quien se observa, imagen confusa y borrosa, en el cuadro de
las cosas pasadas, me veo jugando en la Caleta con otros chicos de mi
edad poco más o menos. Aquello era para mí la vida entera; más aún, la
vida normal de nuestra privilegiada especie; y los que no vivían como
yo, me parecían seres excepcionales del humano linaje, pues en mi
infantil inocencia y desconocimiento del mundo yo tenía la creencia de
que el hombre había sido criado para la mar, habiéndole asignado la
Providencia, como supremo ejercicio de su cuerpo, la natación, y como
constante empleo de su espíritu el buscar y coger, ya para arrancarles y
vender sus estimadas bocas, que llaman de la Isla, ya para propia
satisfacción y regalo, mezclando así lo agradable con lo útil.
La sociedad en que yo me crié era, pues, de lo más rudo, incipiente y
soez que puede imaginarse, hasta tal punto, que los chicos de la Caleta
éramos considerados como más canallas que los que ejercían igual
industria y desafiaban con igual brío los elementos en Puntales; y por
esta diferencia, uno y otro bando nos considerábamos rivales, y a veces
medíamos nuestras fuerzas en la Puerta de Tierra con grandes y
ruidosas pedreas, que manchaban el suelo de heroica sangre.
Cuando tuve edad para meterme de cabeza en los negocios por cuenta
propia, con objeto de ganar honradamente algunos cuartos, recuerdo
que lucí mi travesura en el muelle, sirviendo de a los muchos ingleses
que entonces como ahora nos visitaban. El muelle era una escuela
ateniense para despabilarse en pocos años, y yo no fui de los alumnos
menos aprovechados en aquel vasto ramo del saber humano, así como
tampoco dejé de sobresalir en el merodeo de la fruta, para lo cual
ofrecía ancho campo a nuestra iniciativa y altas especulaciones la plaza
de San Juan de Dios. Pero quiero poner punto en esta parte de mi
historia, pues hoy recuerdo con vergüenza tan grande envilecimiento, y
doy gracias a Dios de que me librara pronto de él llevándome por más
noble camino.

Entre las impresiones que conservo, está muy fijo en mi memoria el
placer entusiasta que me causaba la vista de los barcos de guerra,
cuando se fondeaban frente a Cádiz o en San Fernando. Como nunca
pude satisfacer mi curiosidad, viendo de cerca aquellas formidables
máquinas, yo me las representaba de un modo fantástico y absurdo,
suponiéndolas llenas de misterios.
Afanosos para imitar las grandes cosas de los hombres, los chicos
hacíamos también nuestras escuadras,
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