La Puerta de Bronce y Otros Cuentos

Marquís de San Francisco Manuel Romero de Terreros
La Puerta de Bronce y Otros
Cuentos
by Manuel Romero de
Terreros, Marquís de San
Francisco

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Title: La Puerta de Bronce y Otros Cuentos
Author: Manuel Romero de Terreros, Marquís de San Francisco
Release Date: March 22, 2004 [EBook #11669]
Language: Spanish
Character set encoding: ISO-8859-1
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PUERTA DE BRONCE ***

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MANUEL ROMERO DE TERREROS Y VINENT MARQUES DE
SAN FRANCISCO
LA PUERTA DE BRONCE Y OTROS CUENTOS
1922

Sentado en un amplio sillón de velludo carmesí, al lado de ancha
ventana, el Cardenal de Portinaris estaba dictando su testamento. A la
primera cláusula que contenía su profesión de Fe, había logrado dar un
giro distinto del acostumbrado, de manera que a la par de un
compendio de la Religión Católica resultaba un verdadero opúsculo
literario. El Prelado, muy satisfecho, prosiguió a enumerar cada uno de
sus bienes, y al hacerlo, parecía que iban arrancándose las más
hermosas páginas de la historia del arte. El notario escribía a toda prisa
y, a pesar de estar muy acostumbrado a ese género de trabajos, se
fatigaba en grado sumo, y gruesas gotas de sudor aparecían sobre su
calva frente.
Terminadas las cláusulas preliminares, el Cardenal hizo una pausa y
dirigió la mirada vagamente a través de la ventana de su estudio. La
Plaza del Duque era un hervidero de gente, y el Prelado seguía con la
vista el ir y venir de carruajes y peatones. Transcurrió algún espacio de
tiempo; el notario se pasó el pañuelo por la frente varias veces, y por
fin observó tímidamente:
--¿Sí, Eminencia?
Pero el Cardenal permanecía callado.
--¿Si, Eminencia? insinuó de nuevo el letrado.
La verdad era que el Cardenal Diácono de la Basílica de Santa María de
las Rosas estaba perplejo; no encontraba a quién nombrar heredero.
Miembro de una de las más esclarecidas familias de Toscana, con él

terminaba su ilustre progenie: su único sobrino, el Conde Fabricio de
Portinaris, se había marchado a América hacía quince años y no se
había vuelto a tener noticia de él. Ministros diplomáticos y agentes
consulares, por más averiguaciones que hicieran, no habían podido
proporcionar ningún informe, y todo el mundo consideraba que el
Conde había muerto. Desde sus primeros años, don Fabricio había dado
pruebas de un carácter indomable, su bolsillo fué siempre un pozo sin
fondo, y no era secreto para nadie que sus locuras habían conducido a
su madre a un sepulcro prematuro.
Los ojos del Cardenal se empañaron de lágrimas y durante largo tiempo
estuvo pensando a quién nombrar heredero. Sabía que las llamadas
obras de beneficencia poco podrían aprovecharse de una fortuna que
consistía mas bien en objetos de arte que en bienes materiales, y dolíale
el alma al pensar que éstos fueran a parar a manos del anónimo e
insípido personaje que se llama el Estado.
Decidió por fin legar todo su caudal a algún amigo, y resolvió hacerlo a
favor del Príncipe de Sant' Andrea, prócer bondadoso y magnánimo
Mecenas.
--Instituyo por mi único y universal heredero, empezaba a dictar el
Cardenal, cuando sonó leve toque en una puerta.
--¡Adelante! exclamó el Prelado, y apareció en el umbral un sirviente
vestido de negro. Adelantóse éste y presentó en una salvilla de plata
una tarjeta, que el Príncipe de la Iglesia tomó con cierto gesto de
enfado. Si al leer en ella: "El Conde Fabricio de Portinaris"
experimentó alguna sorpresa, pudo dominarla en seguida, pues con
tono tranquilo dijo al notario:
--Ramponelli, mañana terminaremos. Puede Vd. retirarse.
El notario recogió sus papeles, metiólos dentro de un cartapacio, y con
éste bajo el brazo, fué a besar el anillo cardenalicio, y salió de la
estancia después de hacer profunda reverencia.
En seguida ordenó a su camarero:

--¡Que pase el Conde!
Don Fabricio de Portinaris rayaba en los cincuenta años. Era
extraordinariamente delgado y bajo de cuerpo; tenía la nariz aguileña,
el cabello entrecano y el rostro tan lleno de arrugas, que a primera vista
aparecía estar sonriendo continuamente.
Al verlo entrar en el estudio, su tío ni se inmutó ni se puso de pie: sólo
dijo secamente, dirigiendo involuntaria mirada al retrato de César
Borgia que pendía en uno de los muros.
--No esperaba veros más, sobrino. Creí que habíais muerto.
--Aun vivo, Eminencia, repuso el Conde sonriendo, e hizo ademán de
besar la mano del Prelado,
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