La Puerta de Bronce y Otros Cuentos | Page 2

Marquís de San Francisco Manuel Romero de Terreros
pero éste la retiró disimuladamente
indicando con ella una butaca cercana. Tomó asiento el Conde, y
después de unos instantes de embarazoso silencio, dijo:
--He llegado esta mañana, y creí de mi deber, antes que nada, saludar a
vuestra Eminencia.
--Os lo agradezco, contestó el Cardonal, tomando polvos de su
tabaquera de oro. Y, decidme, prosiguió, ¿encontrásteis en el Nuevo
Mundo todas aquejas cosas que aquí echábais de menos? ¿Aquella
libertad, aquella cuantiosa fortuna, aquella igualdad encantadora entre
los hombres, aquella (aquí sonrió el Cardenal) verdadera democracia?
--Encontré en el Nuevo Mundo, Eminencia, lo mismo que en Europa.
Quince años he vivido una vida angustiosa, y hoy vengo a impetrar
vuestro perdón y a morir en mi país.
Fué tal su acento de sinceridad, que el Cardenal se puso de pie
solemnemente y bendijo a don Fabricio de Portinaris. Era la hora del
ocaso y los rayos del sol que se ponía hacían más intensa la roja
vestidura del prócer.
Al principio el regreso del Conde fué escasamente comentado en la
Ciudad, porque había casi, desaparecido su memoria. Pero pronto

volvió a hablarse de él, porque el Cardenal de Portinaris, a pesar de su
robusta salud y no avanzada edad, decaía notablemente, y un mes
después se hallaba al borde del sepulcro. No faltó quien hablase en voz
baja de sutiles venenos traídos de América y alguien recordó, en plena
tertulia, que los Portinaris descendían de Cesar Borgia. Al fallecer el
Prelado y abrirse su testamento, se supo que había legado todos sus
bienes a Don Fabricio.
El nuevo Príncipe se ausentó enseguida de la Capital, y estableció su
residencia en una villa cercana, en donde llevó una vida retirada y
tranquila. A las pocas personas con quienes trataba, refería que estaba
escribiendo sus memorias.
Pero pasados algunos meses, decidió regresar a la Corte y allí se dijo
que pensaba dar grandes recepciones en su palacio, pues deseaba
contraer matrimonio y llevar la vida que correspondía a su clase.
No viene al caso hacer una reseña del Palacio de Portinaris, porque ha
sido descrito mil veces. En toda obra referente al Arte del
Renacimiento ocupa preferente lugar, y es conocidísimo aún de las
personas que jamás han visitado la Ciudad Ducal. Baste recordar que,
entre las innumerables obras de arte que encierra, quizá sea la más
notable la hermosa reja de entrada, labrada en bronce con tal maestría,
que todos están acordes con atribuirla al autor de las puertas del
bautisterio florentino. En los tableros inferiores se destaca, en alto
relieve, la historia de aquel Hugo de Portinaris que, después de
defender heroicamente la fortaleza del Borgo, fué degollado, junto con
su mujer y sus dos hijas, por el victorioso y sanguinario Orlando
Testaferrata. Gruesos, pero exquisitamente labrados, barrotes
abalaustrados sostienen el medio punto que la remata, en cuyo centro
campea orgullosamente, la puerta que constituye las armas parlantes de
la familia, mientras que coronas, tiaras, espadas y llaves cruzadas,
pregonan por doquier los grandes honores que ésta ha gozado desde
tiempo inmemorial.
Llegó el Príncipe a su palacio con las primeras sombras de la noche. Al
ascender la escalera de honor, sintió un desmayo y hubiera caído al
suelo, si no se apoyara en el pedestal de una estatua, que decoraba el

primer descanso. Repúsose enseguida, y atravesó con paso rápido la
larga galería del Poniente, seguido de su mayordomo, y entró en la
cámara, llamada del Papa Calixto, que había sido dispuesta para su
dormitorio. Era amplísima y, a diferencia de las demás estancias del
palacio, relativamente sobria. Pocos pero ricos muebles la exornaban y
el techo carecía de plafond alegórico, motivo por el cual el Príncipe la
prefirió a las demás, pues, como dijo sonriendo al mayordomo, no
quería estar viendo los ángeles y mujeres desnudas de Julio Romano
desde su lecho.
Aquella noche, don Fabricio tomó ligerísima comida, y después se
instaló en su gabinete, a escribir, hasta hora muy avanzada. El vasto
edificio estaba sumido en el más profundo silencio, pues toda la
servidumbre se había retirado a descansar, y sólo podía oírse el
rasguear de la pluma sobre el papel. Larga fué la carta que escribió el
Príncipe, y bastante tiempo tomó en leerla y hacerle algunas
correcciones. Por fin la dobló cuidadosamente, y después de haberla
metido dentro de un sobre grande, la dirigió a una persona de vulgar
apellido, residente en la República del Pánuco. Se disponía a lacrarla y
sellarla, cuando se dibujó en su rostro una expresión de sorpresa y de
miedo. El gabinete se hallaba contiguo al estudio que había sido del
Cardenal, y al alzar el Príncipe la cabeza en busca del sello, notó que
por debajo de la puerta de comunicación con aquella estancia, se veía
una brillante raya de luz.
Don Fabricio, pasados algunos instantes de sobresalto, logró
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