de ultramarinos, en las tristes mañanas de invierno, 
cuando la escarcha empaña el vidrio del escaparate, cuando los pies se 
hielan en la atmósfera gris de la solitaria lonja, y el lecho recién 
abandonado y caliente aun por ventura, reclama con dulces voces a su 
mal despierto ocupante. Entonces, semiaturdido, solicitando al sueño 
por las exigencias de su naturaleza hercúlea y de su espesa sangre, 
cogía el señor Joaquín la maquinilla, cebaba con alcohol el depósito, 
prendía fuego, y presto salía del pico de hojalata negro y humeante río 
de café, cuyas ondas a la vez calentaban, despejaban la cabeza y con la 
leve fiebre y el grato amargor, dejaban apto al coloso para velar y 
trabajar, sacar sus cuentas y pesar y vender sus artículos. Ya en León, y 
árbitro de dormir a pierna suelta, no abandonó el señor Joaquín el 
adquirido vicio, antes lo reforzó con otros nuevos: acostumbrose a 
beber la obscura infusión en el café más cercano a su domicilio, y a 
acompañarla con una copa de Kummel y con la lectura de un diario 
político, siempre el mismo, invariable. En cierta ocasión ocurrió al 
Gobierno suspender el periódico una veintena de días, y faltó poco para 
que el señor Joaquín renunciase, de puro desesperado, al café. Porque 
siendo el señor Joaquín español, ocioso me parece advertir que tenía 
sus opiniones políticas como el más pintado, y que el celo del bien 
público le comía, ni más ni menos que nos devora a todos. Era el señor 
Joaquín inofensivo ejemplar de la extinguida especie progresista: a 
querer clasificarlo científicamente, le llamaríamos la variedad 
progresista de impresión. La aventura única en su vida de hombre de 
partido, fue que cierto día, un personaje político célebre, exaltado 
entonces y que con armas y bagajes se pasó a los conservadores 
después, entrase en su tienda a pedirle el voto para diputado a Cortes. 
Desde aquel supremo momento quedó mi señor Joaquín rotulado, 
definido y con marca; era progresista de los del señor don Fulano. En 
vano corrieron años y sobrevinieron acontecimientos, y emigraron las 
golondrinas políticas en busca siempre de más templadas zonas; en 
vano mal intencionados decían al señor Joaquín que su jefe y natural 
señor el personaje era ya tan progresista como su abuela; que hasta no 
quedaban sobre la haz de la tierra progresistas, que éstos eran tan 
fósiles como el megaterio y el plesiosauro; en vano le enseñaban los 
mil remiendos zurcidos sobre el manto de púrpura de la voluntad
nacional por las mismas pecadoras manos de su ídolo; el señor Joaquín, 
ni por esas, erre que erre y más firme que un poste en la adhesión que al 
don Fulano profesaba. Semejante a aquellos amadores que fijan en la 
mente la imagen de sus amadas tal cual se les apareció en una hora 
culminante y memorable para ellos, y, a despecho de las injurias del 
tiempo irreverente, ya nunca las ven de otro modo, al señor Joaquín no 
le cupo jamás en la mollera que su caro prohombre fuese distinto de 
como era en aquel instante, cuando encendido el rostro y con 
elocuencia fogosa y tribunicia se dignó apoyarse en el mostrador de la 
lonja, entre un pilón de azúcar y las balanzas, demandando el sufragio. 
Suscrito desde entonces al periódico del consabido prohombre, compró 
también una mala litografía que lo representaba en actitud de arengar, y 
añadido el marco dorado imprescindible, la colgó en su dormitorio 
entre un daguerrotipo de la difunta y una estampa de la bienaventurada 
virgen Santa Lucía, que enseñaba en un plato dos ojos como huevos 
escalfados. Acostumbrose el señor Joaquín a juzgar de los sucesos 
políticos conforme a la pautilla de su prohombre, a quien él llamaba, 
con toda confianza, por su nombre de pila. Que arreciaba lo de Cuba: 
¡bah! dice don Fulano que es asunto de dos meses la pacificación 
completa. Que discurrían partidas por las provincias vascas: ¡no 
asustarse!; afirma don Fulano que el partido absolutista está muerto, y 
los muertos no resucitan. Que hay profunda escisión en la mayoría 
liberal; que unos aclaman a X y otros a Z... Bueno, bueno; don Fulano 
lo arreglará, se pinta él solo para eso. Que hambre.... ¡sí, que se mama 
el dedo don Fulano!, ahora mismito van a abrirse los veneros de la 
riqueza pública.... Que impuestos.... ¡don Fulano habló de economías! 
Que socialismo.... ¡paparruchas! ¡Atrévanse con don Fulano, y ya les 
dirá él cuántas son cinco! Y así, sin más dudas ni recelos, atravesó el 
señor Joaquín la borrasca revolucionaria y entró en la restauración, muy 
satisfecho porque don Fulano sobrenadaba, y se apreciaban sus méritos, 
y tenía la sartén por el mango hoy como ayer. 
Dado tal linaje de culto, juzgue el pío lector cuál sería el gozo, 
confusión y anonadamiento del señor Joaquín, al recibir    
    
		
	
	
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