basta saber que, prácticamente, lo profesaron Cervantes, Goethe, 
Walter Scott, Dickens, los príncipes todos de la romancería.
Y perdóname, lector benigno, que a tan ilustres personajes haya traído 
de los cabellos con ocasión de mis insignificantes escritos. Por ventura 
suele la vista de una charca recordar el Océano; mas la charca, charca 
se queda. Harto se lo sabe ella, y bien le pesa de su pequeñez; pero no 
la hizo Dios más grande, por lo cual echará mano de la resignación que 
a ti te desea, si has de recorrer estas páginas. 
EMILIA PARDO BAZÁN 
 
Un viaje de novios 
 
-I- 
Que la boda no era de gentes del gran mundo, conocíase a tiro de 
ballesta, a la primer ojeada. No hay duda que los desposados podían 
alternar con la más selecta sociedad, al menos por su aspecto exterior; 
pero la mayoría del acompañamiento, el coro, pertenecía a la clase 
media, en el límite en que casi se funde con la masa popular. Había 
grupos curiosos y dignos de examen, ofreciendo el andén de la estación 
de León golpe de vista muy interesante para un pintor de género y 
costumbres. 
Ni más ni menos que en los países de abanico cuyas mitológicas 
pinturas representan nupcias, se notaba allí que el séquito de la novia lo 
componían hembras, y sólo individuos del sexo fuerte formaban el del 
novio. Advertíase asimismo gran diferencia entre la condición social de 
uno y otro cortejo. La escolta de la novia, mucho más numerosa, 
parecía poblado hormiguero: viejas y mozas llevaban el sacramental 
traje de negra lana, que viene a ser como uniforme de ceremonia para la 
mujer de clase inferior, no exenta, sin embargo, de ribetes señoriles: 
que el pueblo conserva aun el privilegio de vestirse de alegres colores 
en las circunstancias regocijadas y festivas. Entre aquellas hormigas 
humanas habíalas de pocos años y buen palmito, risueñas unas y 
alborotadas con la boda, otras quejumbrosicas y encendidos los ojos de 
llorar, con la despedida. Media docena de maduras dueñas las
autorizaban, sacando de entre el velo del manto la nariz, y girando a 
todas partes sus pupilas llenas de experiencia y malicia. Todo el racimo 
de amigas se apiñaba en torno de la nueva esposa, manifestando la 
pueril y ávida curiosidad que despierta en las multitudes el espectáculo 
de las situaciones supremas de la existencia. Se estaban comiendo a 
miradas a la que mil veces vieran, a la que ya de memoria sabían: a la 
novia, que con el traje de camino se les figuraba otra mujer, diversísima 
de la conocida hasta entonces. Contaría la heroína de la fiesta unos diez 
y ocho años: aparentaba menos, atendiendo al mohín infantil de su boca 
y al redondo contorno de sus mejillas, y más, consideradas las ya 
florecientes curvas de su talle, y la plenitud de robustez y vida de toda 
su persona. Nada de hombros altos y estrechos, nada de inverosímiles 
caderas como las que se ven en los grabados de figurines, que traen a la 
memoria la muñeca rellena de serrín y paja; sino una mujer conforme, 
no al tipo convencional de la moda de una época, pero al tipo eterno de 
la forma femenina, tal cual la quisieron natura y arte. Acaso esta 
superioridad física perjudicaba un tanto al efecto del caprichoso atavío 
de viaje de la niña: tal vez se requería un cuerpo más plano, líneas más 
duras en los brazos y cuello, para llevar con el conveniente desenfado 
el traje semimasculino, de paño marrón, y la toca de paja burda, en 
cuyo casco se posaba, abiertas las alas, sobre un nido de plumas, 
tornasolado colibrí. Notábase bien que eran nuevas para la novia tales 
extrañezas de ropaje, y que la ceñida y plegada falda, el casaquín que 
modelaba exactamente su busto le estorbaban, como suele estorbar a las 
doncellas en el primer baile la desnudez del escote: que hay en toda 
moda peregrina algo de impúdico para la mujer de modestas 
costumbres. Además, el molde era estrecho para encerrar la bella 
estatua, que amenazaba romperlo a cada instante, no precisamente con 
el volumen, sino más bien con la libertad y soltura de sus juveniles 
movimientos. No se desmentía en tan lucido ejemplar la raza del recio 
y fornido anciano, del padre que allí se estaba derecho, sin apartar de su 
hija los ojos. El viejo, alto, recto y firme, como un poste del telégrafo, y 
un jesuita bajo y de edad mediana, eran los únicos varones que 
descollaban entre el consabido hormiguero femenil. 
Al novio le rodeaban hasta media docena de amigos: y si el séquito de 
la novia era el eslabón que une a clase media y pueblo, el del novio
tocaba en esa frontera, en España tan indeterminada como vasta, que 
enlaza a la mesocracia con la gente de alto copete. Cierta    
    
		
	
	
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