sosegada compañía 
de una esposa honesta y casera, el besuqueo de los nenes, el trabajo y 
cien mil alegrías que cruzándose con algunas penillas van tejiendo 
nuestra vida. 
--Bueno es el cuadro, bueno--dijo el otro, ocultando medianamente su 
disgusto--. Cuando sea realidad avise usted.... Me consolaré de mi 
tristeza viendo la alegría de los que con sus buenas acciones han 
merecido vivir en paz. Solamente los perversos padecen contemplando 
el bien ageno. Yo, que no soy malo, pido un puesto, siquiera sea el 
último, en ese festín de regocijos y felicidades.... Pero me ocurre 
preguntar: «¿Cerrará usted la puerta a los amigos después de su 
casamiento?».
D. Benigno no contestó nada, porque la afirmativa le pareció ridícula y 
la negación aventurada, bastante contraria, si se ha de decir verdad, a 
sus propósitos. El otro dio las buenas noches y se fue a su cuarto para 
acostarse. Aquella noche, que Cordero contó entre las más infaustas de 
su vida, no pudo este dignísimo sujeto conciliar el sueño, porque le 
asaltó, a causa de las últimas palabras de su amigo, un pensamiento tan 
mortificante que le cambiaría de buen grado por la quebradura de todos 
los huesos de su cuerpo; de tal modo padecía su espíritu. Incorporado 
en la cama, pasó largas horas en horrorosa cavilación. Allí fue el 
amenazador levantamiento de su conciencia, allí la reyerta encarnizada 
entre ciertas ilusiones suyas y ciertos temores que aparecieron de 
improviso como enemigos emboscados acechando la ocasión. El digno 
encajero no podía apartar de si el licor amarguísimo que un demonio 
invisible le ponía en los labios; ya suspiraba, ya se golpeaba la cabeza 
venerable, ya por fin elevaba los brazos y los ojos al cielo pidiendo a 
Dios que le librara de aquel fiero tormento. «Ni un momento más 
puedo vivir en esta incertidumbre, gritó.--Sr. D. Salvador, venga usted 
al momento; necesito hablarle». 
Golpeó fuertemente el tabique inmediato a su cama. En la habitación 
próxima dormía Salvador; y durante los días críticos de la enfermedad 
de D. Benigno, siempre que este necesitaba de la asistencia de su nuevo 
amigo le llamaba con un par de golpes suavemente dados en la pared. 
Era la media noche. Salvador, al oír aquel extraordinario ruido en el 
tabique, creyó, por la violencia del llamamiento, que a D. Benigno se le 
había roto la otra pierna cuando menos, o que había sido atacado de 
algún descomunal accidente. Levantose aprisa, y corriendo al lado del 
enfermo, hallole sentado en el lecho, pálido, con las gafas caladas, los 
ojos chispeantes y las manos en movimiento como quien acompaña de 
expresivos gestos las palabras que a sí mismo se dice: 
--¿Qué hay?--preguntó--¿se ha deshecho el entablillado? ¿Qué es eso?... 
¿calentura, dolores? 
--No, hombre de Dios o de cien Satanases; no es nada de eso--replicó el 
de Boteros señalándole la silla--. Esto es muy serio, repito a usted que 
es muy serio. Ya en ello la tranquilidad, la vida toda, el honor de un
hombre de bien que jamás ha hecho mal a nadie, porque sepa usted, Sr. 
D. Salvador o D. Condenador, que yo no he hecho daño a ningún ser 
nacido, y cuando Dios me tome cuentas, no se presentará ni un 
mosquito, ni un miserable mosquito, a decir: «ese hombre fue mi 
enemigo». 
--Está bien. 
--Esto es muy serio, y así yo quiero una explicación categórica, leal, 
terminante, para tranquilidad de mi espíritu. 
--¿Y esa explicación debo darla yo? 
--Usted, sí, que desde hace algún tiempo se me ha puesto delante 
echando sobre mí como una ligera sombra, sí, y ahora me ha dicho 
cosas que aumentan esa sombra y la hacen más negra. Hablemos con 
claridad. Yo tengo ciertos proyectos que usted conoce. Yo pienso 
casarme, yo debo casarme, yo he creído que Dios ha dispuesto que yo 
me case. La que escogí para ser mi compañera es de tal condición... en 
fin, excuso de hacer su elogio, porque usted la conoce... a eso voy, Sr. 
D. Salvador. Ella estuvo en un tiempo bajo el amparo y protección de 
usted; usted le escribía desde Francia. ¡Ay! Cuando estuvo mala, le 
nombró a usted en sus delirios. Después usted la vio en los Cigarrales, 
según me escribió ella misma; más tarde, ahora, se me muestra tan 
admirador de ella y tan afligido de mi felicidad, que no puedo menos de 
volverme caviloso y preguntarme si usted ha tenido o tiene proyectos 
iguales a los míos, y si esos proyectos se refieren a la misma persona, 
que es, digámoslo claro, la mitad o la principal parte de mi vida. 
--Esos proyectos los tuve--replicó Salvador con firmeza--. No fui a los 
Cigarrales con otro objeto. 
Detuvo D. Benigno su voz y sus manos, como alelado, y preguntó: 
--¿Y ella? 
--No quiso oírme. Mi situación al salir de los Cigarrales era bastante 
desairada.
--¿Y después?    
    
		
	
	
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