al mismo tiempo mi corazón, muerto para las 
grandes sensaciones, se levanta, Lázaro llamado por voz divina, y se 
me sacude en el pecho, causándome a la vez dolor y alegría. 
Soy joven; el tiempo no ha pasado; tengo frente a mí los principales 
hechos de mi mocedad; estrecho la mano de antiguos amigos; en mi 
ánimo se reproducen las emociones dulces o terribles de la juventud, el 
ardor del triunfo, el pesar de la derrota, las grandes alegrías, así como 
las grandes penas, asociadas en los recuerdos como lo están en la vida. 
Sobre todos mis sentimientos domina uno, el que dirigió siempre mis 
acciones durante aquel azaroso periodo comprendido entre 1805 y 1834. 
Cercano al sepulcro, y considerándome el más inútil de los hombres, 
¡aún haces brotar lágrimas de mis ojos, amor santo de la patria! En 
cambio yo aún puedo consagrarte una palabra, maldiciendo al ruin 
escéptico que te niega, y al filósofo corrompido que te confunde con los 
intereses de un día. 
A este sentimiento consagré mi edad viril y a él consagro esta faena de 
mis últimos años, poniéndole por genio tutelar o ángel custodio de mi 
existencia escrita, ya que lo fue de mi existencia real. Muchas cosas 
voy a contar. ¡Trafalgar, Bailén, Madrid, Zaragoza, Gerona, Arapiles!... 
De todo esto diré alguna cosa, si no os falta la paciencia. Mi relato no 
será tan bello como debiera, pero haré todo lo posible para que sea 
verdadero. 
 
-II-
En uno de los primeros días de Octubre de aquel año funesto (1805), mi 
noble amo me llamó a su cuarto, y mirándome con su habitual 
severidad (cualidad tan sólo aparente, pues su carácter era sumamente 
blando), me dijo: 
«Gabriel, ¿eres tú hombre de valor?» 
No supe al principio qué contestar, porque, a decir verdad, en mis 
catorce años de vida no se me habíapresentado aún ocasión de 
asombrar al[1] mundo con ningún hecho heroico; pero el[2] oírme 
llamar hombre me llenó de orgullo, y pareciéndome al mismo tiempo 
indecoroso negar mi valor ante persona que lo tenía en tan alto grado, 
contesté con pueril arrogancia: 
«Sí, mi amo: soy hombre de valor». 
[Nota 1: «el» en el original (N. del E.)] 
[Nota 2: «al» en el original (N. del E.)] 
Entonces aquel insigne varón, que había derramado su sangre en cien 
combates gloriosos, sin que por esto se desdeñara de tratar 
confiadamente a su leal criado, sonrió ante mí, hízome seña de que me 
sentara, y ya iba a poner en mi conocimiento alguna importante 
resolución, cuando su esposa y mi ama Doña Francisca entró de súbito 
en el despacho para dar mayor interés a la conferencia, y comenzó a 
hablar destempladamente en estos términos: 
--No, no irás... te aseguro que no irás a la escuadra. ¡Pues no faltaba 
más!... ¡A tus años y cuando te has retirado del servicio por viejo!... 
¡Ay, Alonsito, has llegado a los setenta y ya no estás para fiestas! 
Me parece que aún estoy viendo a aquella respetable cuanto iracunda 
señora con su gran papalina, su saya de organdí, sus rizos blancos y su 
lunar peludo a un lado de la barba. Cito estos cuatro detalles 
heterogéneos, porque sin ellos no puede representársela mi memoria. 
Era una mujer hermosa en la vejez, como la Santa Ana de Murillo; y su 
belleza respetable habría sido perfecta, y la comparación con la madre
de la Virgen exacta, si mi ama hubiera sido muda como una pintura. 
D. Alonso, algo acobardado, como de costumbre, siempre que la oía, le 
contestó: 
«Necesito ir, Paquita. Según la carta que acabo de recibir de ese buen 
Churruca, la escuadra combinada debe, o salir de Cádiz provocando el 
combate con los ingleses, o esperarles en la bahía, si se atreven a entrar. 
De todos modos, la cosa va a ser sonada». 
--Bueno, me alegro-repuso Doña Francisca--. Ahí están Gravina, 
Valdés, Cisneros, Churruca, Alcalá Galiano y Álava. Que machaquen 
duro sobre esos perros ingleses. Pero tú estás hecho un trasto viejo, que 
no sirves para maldita de Dios la cosa. Todavía no puedes mover el 
brazo izquierdo que te dislocaron en el cabo de San Vicente. 
Mi amo movió el brazo izquierdo con un gesto académico y guerrero, 
para probar que lo tenía expedito. Pero Doña Francisca, no convencida 
con tan endeble argumento, continuó chillando en estos términos: 
«No, no irás a la escuadra, porque allí no hacen falta estantiguas como 
tú. Si tuvieras cuarenta años, como cuando fuiste a la tierra del Fuego y 
me trajiste aquellos collares verdes de los indios... Pero ahora... Ya sé 
yo que ese calzonazos de Marcial te ha calentado los cascos anoche y 
esta mañana, hablándote de batallas. Me parece que el Sr. Marcial y yo 
tenemos que reñir... Vuélvase él a los barcos si quiere, para que le 
quiten la pierna    
    
		
	
	
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