con, rudamente talladas, a que 
poníamos velas de papel o trapo, marinándolas con mucha decisión y 
seriedad en cualquier charco de Puntales o la Caleta. Para que todo 
fuera completo, cuando venía algún cuarto a nuestras manos por 
cualquiera de las vías industriales que nos eran propias, comprábamos 
pólvora en casa de la tía Coscoja de la calle del Torno de Santa María, 
y con este ingrediente hacíamos una completa fiesta naval. Nuestras 
flotas se lanzaban a tomar viento en océanos de tres varas de ancho; 
disparaban sus piezas de caña; se chocaban remedando sangrientos 
abordajes, en que se batía con gloria su imaginaria tripulación; 
cubríalas el humo, dejando ver las banderas, hechas con el primer trapo 
de color encontrado en los basureros; y en tanto nosotros bailábamos de 
regocijo en la costa, al estruendo de la artillería, figurándonos ser las 
naciones a que correspondían aquellos barcos, y creyendo que en el 
mundo de los hombres y de las cosas grandes, las naciones bailarían lo 
mismo presenciando la victoria de sus queridas escuadras. Los chicos 
ven todo de un modo singular. 
Aquélla era época de grandes combates navales, pues había uno cada 
año, y alguna escaramuza cada mes. Yo me figuraba que las escuadras 
se batían unas con otras pura y simplemente porque les daba la gana, o 
con objeto de probar su valor, como dos guapos que se citan fuera de 
puertas para darse de navajazos. Me río recordando mis extravagantes 
ideas respecto a las cosas de aquel tiempo. Oía hablar mucho de 
Napoleón, ¿y cómo creen ustedes que yo me lo figuraba? Pues nada 
menos que igual en todo a los contrabandistas que, procedentes del 
campo de Gibraltar, se veían en el barrio de la Viña con harta 
frecuencia; me lo figuraba caballero en un potro jerezano, con su manta, 
polainas, sombrero de fieltro y el correspondiente trabuco. Según mis
ideas, con este pergenio, y seguido de otros aventureros del mismo 
empaque, aquel hombre, que todos pintaban como extraordinario, 
conquistaba la Europa, es decir, una gran isla, dentro de la cual estaban 
otras islas, que eran las naciones, a saber: Inglaterra, Génova, Londres, 
Francia, Malta, la tierra del Moro, América, Gibraltar, Mahón, Rusia, 
Tolón, etc. Yo había formado esta geografía a mi antojo, según las 
procedencias más frecuentes de los barcos, con cuyos pasajeros hacía 
algún trato; y no necesito decir que entre todas estas naciones o islas 
España era la mejorcita, por lo cual los ingleses, unos a modo de 
salteadores de caminos, querían cogérsela para sí. Hablando de esto y 
otros asuntos diplomáticos, yo y mis colegas de la Caleta decíamos mil 
frases inspiradas en el más ardiente patriotismo. 
Pero no quiero cansar al lector con pormenores que sólo se refieren a 
mis particulares impresiones, y voy a concluir de hablar de mí. El único 
ser que compensaba la miseria de mi existencia con un desinteresado 
afecto, era mi madre. Sólo recuerdo de ella que era muy hermosa, o al 
menos a mí me lo parecía. Desde que quedó viuda, se mantenía y me 
mantenía lavando y componiendo la ropa de algunos marineros. Su 
amor por mí debía de ser muy grande. Caí gravemente enfermo de la 
fiebre amarilla, que entonces asolaba a Andalucía, y cuando me puse 
bueno me llevó como en procesión a oír misa a la Catedral vieja, por 
cuyo pavimento me hizo andar de rodillas más de una hora, y en el 
mismo retablo en que la oímos puso, en calidad de ex-voto, un niño de 
cera que yo creí mi perfecto retrato. 
Mi madre tenía un hermano, y si aquélla era buena, éste era malo y 
muy cruel por añadidura. No puedo recordar a sin espanto, y por 
algunos incidentes sueltos que conservo en la memoria, colijo que 
aquel hombre debió de haber cometido un crimen en la época a que me 
refiero. Era marinero, y cuando estaba en Cádiz y en tierra, venía a casa 
borracho como una cuba y nos trataba fieramente, a su hermana de 
palabra, diciéndole los más horrendos vocablos, y a mí de obra, 
castigándome sin motivo. 
Mi madre debió padecer mucho con las atrocidades de su hermano, y 
esto, unido al trabajo tan penoso como mezquinamente retribuido,
aceleró su fin, el cual dejó indeleble impresión en mi espíritu, aunque 
mi memoria puede hoy apreciarlo sólo de un modo vago. 
En aquella edad de miseria y vagancia, yo no me ocupaba más que en 
jugar junto a la mar o en correr por las calles. Mis únicas 
contrariedades eran las que pudieran ocasionarme un bofetón de mi tío, 
un regaño de mi madre o cualquier contratiempo en la organización de 
mis escuadras. Mi espíritu no había conocido aún ninguna emoción 
fuerte y verdaderamente honda, hasta que la pérdida de mi madre me 
presentó a la vida humana bajo    
    
		
	
	
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