y su tierna hija Imasumac, y se 
estableció con ellas en la falda del Laycacota, en el sitio donde en 1669 
debía erigirse la villa de San Carlos de Puno. 
Concluía la anciana de referir a su hijo esta tradición, cuando se 
presentó ante ella un hombre, apoyado en un bastón, cubierto el cuerpo 
con un largo poncho de bayeta, y la cabeza por un ancho y viejo 
sombrero de fieltro. El extranjero era un joven de veinticinco años, y a 
pesar de la ruindad de su traje, su porte era distinguido, su rostro 
varonil y simpático y su palabra graciosa y cortesana. 
Dijo que era andaluz, y que su desventura lo traía a tal punto que se 
hallaba sin pan ni hogar. Los vástagos de la hija de Pachacutec le 
acordaron de buen grado la hospitalidad que demandaba. 
Así transcurrieron pocos meses. La familia se ocupaba en la cría de 
ganado y en el comercio de lanas, sirviéndola el huésped muy útilmente. 
Pero la verdad era que el joven español se sentía apasionado de Carmen, 
la mayor de las hijas de la anciana, y que ella no se daba por ofendida 
con ser objeto de las amorosas ansias del mancebo. 
Como el platonismo, en punto a terrenales afectos, no es eterno, llegó 
un día en que el galán, cansado de conversar con las estrellas en la 
soledad de sus noches, se espontaneó con la madre, y ésta, que había 
aprendido a estimar al español, le dijo: 
--Mi Carmen te llevará en dote una riqueza digna de la descendiente de 
emperadores. 
El novio no dio por el momento importancia a la frase; pero tres días 
después de realizado el matrimonio, la anciana lo hizo levantarse de 
madrugada y lo condujo a una bocamina, diciéndole: 
--Aquí tienes la dote de tu esposa.
La hasta entonces ignorada, y después famosísima, mina de Laycacota 
fué desde ese día propiedad de don José Salcedo, que tal era el nombre 
del afortunado andaluz. 
II 
La opulencia de la mina y la generosidad de Salcedo y de su hermano 
don Gaspar atrajeron, en breve, gran número de aventureros a 
Laycacota. 
Oigamos a un historiador: «Había allí plata pura y metales, cuyo 
beneficio dejaba tantos marcos como pesaba el cajón. En ciertos días se 
sacaron centenares de miles de pesos». 
Estas aseveraciones parecerían fabulosas si todos los historiadores no 
estuvieran uniformes en ellas. 
Cuando algún español, principalmente andaluz o castellano, solicitaba 
un socorro de Salcedo, éste le regalaba lo que pudiese sacar de la mina 
en determinado número de horas. El obsequio importaba casi siempre 
por lo menos el valor de una barra, que representaba dos mil pesos. 
Pronto los catalanes, gallegos y vizcaínos que residían en el mineral 
entraron en disensiones con los andaluces, castellanos y criollos 
favorecidos por los Salcedo. Se dieron batallas sangrientas con variado 
éxito, hasta que el virrey don Diego de Benavides, conde de 
Santisteban, encomendó al obispo de Arequipa, fray Juan de 
Almoguera, la pacificación del mineral. Los partidarios de los Salcedo 
derrotaron a las tropas del obispo, librando mal herido el corregidor 
Peredo. 
En estos combates, hallándose los de Salcedo escasos de plomo, 
fundieron balas de plata. No se dirá que no mataban lujosamente. 
Así las cosas, aconteció en Lima la muerte de Santisteban, y la Real 
Audiencia asumió el poder. El gobernador que ésta nombró para 
Laycacota, viéndose sin fuerzas para hacer respetar su autoridad, 
entregó el mando a don José Salcedo, que lo aceptó bajo el título de
justicia mayor. La Audiencia se declaró impotente y contemporizó con 
Salcedo, el cual, recelando nuevos ataques de los vascongados, levantó 
y artilló una fortaleza en el cerro. 
En verdad que la Audiencia tenía por entonces mucho grave de que 
ocuparse con los disturbios que promovía en Chile el gobernador 
Meneses y con la tremenda y vasta conspiración del Inca Bohorques, 
descubierta en Lima casi al estallar, y que condujo al caudillo y sus 
tenientes al cadalso. 
El orden se había por completo restablecido en Laycacota, y todos los 
vecinos estaban contentos del buen gobierno y la caballerosidad del 
justicia mayor. 
Pero en 1667, la Audiencia tuvo que reconocer al nuevo virrey llegado 
de España. 
Era éste el conde Lemos, mozo de treinta y tres años, a quien, según los 
historiadores, sólo faltaba sotana para ser completo jesuíta. En cerca 
de cinco años de mando, brilló poco como administrador. Sus empresas 
se limitaron a enviar, aunque sin éxito, una fuerte escuadra en 
persecución del bucanero Morgán, que había incendiado Panamá, y a 
apresar en las costas de Chile a Enrique Clerk. Un año después de su 
destrucción por los bucaneros (1670), la antigua Panamá, fundada en 
1518, se trasladó al lugar donde hoy se encuentra. Dos voraces 
incendios, uno en febrero de 1737 y otro en marzo de 1756, 
convirtieron en cenizas dos    
    
		
	
	
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