Pequeñeces | Page 2

Luis Coloma
inocencia; porque te diré entonces que si el tal autor supo
guardar ese prudente decoro que indiqué antes, y esa inocencia de que
hablas es la verdadera inocencia del corazón, pura y santa, única que
todo lo ignora, así en teoría como en práctica, preciso será que pase por
aquellas páginas sin comprender lo que se dice entre líneas y coja la
rosa sin sospechar que existe el estiércol. Y si por ventura lo sospecha y
lo descubre, señal clara y evidente de que no estaban esos ojos tan
cerrados como tú creías, y no siendo ya inocencia pura del corazón,
sino mera ignorancia del entendimiento, le aprovechará por ende, si no
como medicina todavía, como preservativo, al menos, la lección que
encerró allí el autor en prudente logogrifo, y como estiércol sucio y
hediondo aprehenderá forzosamente lo que como tal se le presenta. Y si
se le convierte en ponzoña la triaca, culpa será suya y no del médico,
porque la malicia no estará entonces en el que escribe, sino en la propia
voluntad del que lee; que, como dijo un poeta antiguo:
Del más hermoso clavel, pompa del jardín ameno, el áspid saca veneno,
la oficiosa abeja, miel.
Con este criterio, lector amigo, escribí yo el libro que entre las manos
tienes, y lealmente te lo aviso para que lo arrojes a tiempo si mi modo
de pensar no te satisface. Y si por acaso te maravilla que siendo yo
quien soy me entre con tanta frescura por terrenos tan peligrosos, has
de tener en cuenta que, aunque novelista parezco, soy sólo misionero, y
así como en otros tiempos subía un fraile sobre una mesa en cualquier
plaza pública y predicaba desde allí rudas verdades a los distraídos que
no iban al templo, hablándoles, para que bien lo entendieran, su mismo
grosero lenguaje, así también armo yo mi tinglado en las páginas de
una novela, y desde allí predico a los que de otro modo no habían de
escucharme, y les digo en su propia lengua verdades claras y necesarias
que no podrían jamás pronunciarse bajo las bóvedas de un templo.
Porque si tú, lector pío y candoroso, sentado a las márgenes de los
arroyos de leche y miel que fertilizan la Jerusalén celestial que habitas,
has creído que existe la noción del bien y del mal en todos los
corazones, con la misma claridad que tú la posees en tu entendimiento

iluminado por la gracia, estás en un error crasísimo. En el mundo, y en
cierta clase de mundo, sobre todo, el mal suele desconocerse a sí
mismo, por esa misma confusión de ideas que en todos los órdenes
reina. Cuando la relajación es general, sucede en una sociedad lo que a
bordo de un barco acontece: que como todo se mueve igualmente,
parece que nadie camina; preciso es que alguien se detenga para que
haya un punto fijo que marque el atropellamiento de los otros y el
rumbo peligroso de los que siguen caminando.
Jamás harás conocer a un bizco su propio estrabismo, si no le pones
delante un espejo fiel que le retrate su torcida vista; porque el ojo de la
cara que sirve para ver y conocer a los demás no puede, sin un milagro
que equivalga a esta gracia que tú disfrutas, verse y conocerse a sí
mismo. Grande y caritativa obra, por tanto, será la del libro que sirva de
punto fijo para avisar a los del barco que se alejan de la orilla; que sirva
de espejo fiel al bizco desdichado, para que, comenzando por conocer
allí su vista extraviada, acabe por odiarla en sí mismo.
Y aquí tienes explicado de paso el porqué me detengo a veces en
pormenores harto nimios, que desdeñaría como artista y a que no
descendería como religioso. Porque el último parapeto del bizco que no
quiere mirar derecho es negar que entienda el que le reprende de
achaques de vista; por eso, cuando le pone delante el censor detalles
íntimos conocidos sólo de los del gremio, concédele al punto la ventaja
inmensa de la experiencia y se rinde a discreción, pensando que, si no
fue también bizco allá en sus tiempos aquel que le reprende, entre
muchos que bizquean debieron de apuntarle los dientes; y gran paso es
ya este dado en el corazón que quiere ganarse, porque le invita a la
confianza y le asegura la indulgencia, la idea de que aquel censor
inexorable estudió en su mismo libro y venció sus mismas flaquezas.
Y si todas estas cosas me concedes, y me arguyes todavía que no
cuadra a la gravedad de El Mensajero publicar historias tan profanas,
pídote que consideres una cosa, en que de seguro no habrás parado
mientes. No todos los suscriptores de El Mensajero son como tú,
piadosos y espirituales: en
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