reina María Victoria, acorralándolos en el palacio de la plaza de 
Oriente, en medio de una corte de cabos furrieles y tenderos 
acomodados, según la opinión de la duquesa de Bara; de indecentillos, 
añadía Leopoldina Pastor, que no llegaba siquiera a indecentes. Las 
damas acudían a la Fuente Castellana, tendidas en sus carretelas, con 
clásicas mantillas de blonda y peinetas de teja, y la flor de lis, emblema 
de la Restauración, brillaba en todos los tocados que se lucían en 
teatros y saraos. Allí mismo y en aquel momento, la señora de López 
Moreno llevaba una colosal, empedrada de brillantes; y con mejor 
gusto para aquella hora y aquel traje, llevábanla también las otras 
damas, de oro mate con esmaltes. Leopoldina Pastor lucía una de trapo
del tamaño de una zanahoria, colocada en lo más alto de su sombrero. 
Pavoroso era el cuadro que el marqués dibujaba... Aislado el pobre rey, 
miraba sin cesar hacia la frontera, esperando la contestación a su 
discurso del 3 de abril que aún no había obtenido respuesta el 21 de 
junio. Sucedíanse las crisis ministeriales, frecuentes, periódicas, como 
calenturas de terciana, hasta engendrar un ministerio llamado de Santa 
Rita, por ser esta Santa abogada de imposibles. Sublevábanse en las 
provincias tropas y paisanos; los tenderos se amotinaban en Madrid y 
daban una pedrada al alcalde; y cinco días antes, el 18 de junio, un 
populacho soez recorría las calles apedreando los cristales, y 
rompiendo los faroles de la iluminación con que celebraban muchos el 
aniversario del pontificado de Pío IX, mientras un gentío inmenso, de 
todos los colores y matices, aplaudía en los jardines del Retiro El 
Príncipe Lila, grotesca sátira en que designaban al monarca reinante 
con el nombre de Macarroni I. Varios gomosos del Veloz-Club, de los 
cuales era uno Paco Vélez, habían pagado a tres saboyanitos para que, 
escondidos en un palco proscenio del teatro a que asistía don Amadeo, 
interrumpiesen de repente la función, cantando al son de sus violines y 
arpas el conocido estribillo: 
Cicirinella tenía un gallo E tutta la notte montava a caballo, Montava la 
notte bella ¡Viva il gallo de Cicirinella! 
Divertía esto mucho a las damas, porque claro está que ello había de 
allanar el camino de la Restauración porque ansiosas trabajaban; pero 
lo temible, lo negro--y el marqués acentuaba los pavorosos tintes de su 
rostro, enarcando las pieles de sus cejas--, era que los carlistas 
comenzaban a removerse en el norte, y los republicanos en todas partes, 
y hacíase difícil defender de tanta boca abierta la única y apetecida 
tajada. 
--La Restauración es cosa hecha--concluyó Robinsón con acento 
profético--; pero sólo llegaremos a ella atravesando un charco de 
sangre... ¡Preveo para España un noventa y tres con todos sus 
horrores!... 
Sobrecogiéronse las damas, y en voz queda, contenida, cual si viesen
asomar, como María Antonieta por las ventanas del Temple, la cabeza 
de la Lamballe, clavada en una pica, comenzaron a hablar de la 
guillotina... Morir las aterraba. ¿Qué sabían ellas lo que era morir? Tan 
sólo lo comprendían en el Teatro Real, dejándose caer poco a poco en 
la poltrona de Violeta Valery, cantando al compás de la orquesta y en 
los brazos de Alfredo: ¡Addio d'il passato! 
La duquesa dijo con voz desfallecida que ella había visto en Londres, 
en la galería de madame Toussaud, la guillotina misma en que murió 
Luis XVI. La señora de López Moreno se llevó la mano a su gordo 
pescuezo, como si ya sintiese allí el filo de la fatal cuchilla. Leopoldina 
Pastor no se asustaba: de morir ella, moriría como Carlota Corday, 
despachando antes media docena de indecentes, como Marat. Carmen 
Tagle dio un suspiro, sacó un poquito la lengua y preguntó si aquello 
dolería mucho. 
--Tan sólo se siente un ligero frescor--contestó a lo lejos una voz 
cavernosa. 
Volviéronse todos asustados, creyendo encontrar la sombra de 
Robespierre, que venía a comunicarles el dictamen de su experiencia. 
Tan sólo vieron a don Casimiro Panojas, sonriente, apretándose con 
una mano el gaznate, rompiendo con la otra el rabo de un conejito de 
porcelana de Sajonia que, entre mil costosas baratijas, adornaba una 
mesa. Distraído siempre el buen señor, trituraba de continuo lo que 
cogía al alcance de sus dedos de espárrago, y a estos destrozos sin 
cuento de muebles y cachivaches debía el apodo de el Ciclón Literario. 
Riéronse todos; y la salida del académico, que no era otra sino el 
informe de Guillotín a la Asamblea francesa sobre su terrible invento, 
vino a aclarar algo la sombría atmósfera. Una racha viviente, un 
huracán femenino que apareció en la puerta, acabó de despejarla del 
todo; entró Isabel Mazacán, con su paso de Diana cazadora, alta la 
cabeza, altiva la mirada; demasiado señoril para cocotte demasiado 
desvergonzada para gran dama. 
Besó a la duquesa, quitóse un guante, bebió dos    
    
		
	
	
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